Este fin de semana sufrí de sobremanera cada vez que abría Facebook, mi sección de noticias era un campo de batalla de los que estaban a favor o en contra de la iniciativa de ley que plantea la aprobación de la figura de matrimonio igualitario en todo el país. Muchas publicaciones comunicaban, desde mi punto de vista, de una manera no agradable su postura y me resultaba muy incómodo estarlas leyendo.

Desde el año pasado estaba en los asuntos por atender de los Congresos locales, el tema de las reformas que permitieran legalizar las uniones de personas del mismo sexo en matrimonio. Y justo esa palabra: matrimonio, es la manzana de la discordia entre ambos grupos. Para unos, el matrimonio significa la unión de una pareja que tiene como fin primordial la reproducción, misma que de acuerdo a sus argumentos se debe dar de forma natural, dígase biológica, entre las partes, lo cual es únicamente posible en uniones hombre- mujer. Para el otro grupo, el matrimonio representa la unión de dos personas que se aman, esa se presenta como única implicación.

Tengo conocidos y amigos que son homosexuales, los he conocido en diferentes etapas de mi vida y a muchos les tengo un cariño grande y sincero. Aun así, el año pasado decidí participar el año pasado en la marcha de este tema, ¿por qué? Porque creía que las cosas se deben llamar por su nombre, que, si el fin del matrimonio es la procreación, se debe dar ese título a las uniones en las que es posible este fin. Sin embargo, apostaba por que el Estado debía crear, proteger y regir las figuras que permitieran la unión en pareja de personas del mismo sexo. Porque, al margen de mi postura personal en el tema, las leyes están para atender y regular las diferentes circunstancias sociales que vivimos como nación o como Estado, y definitivamente es un tema sobre el que se tiene que legislar.

Este año, mi postura fue un poco diferente (y para nada pretendo estar en lo correcto, ni tener la verdad absoluta, ni que tú que estás leyendo estés de acuerdo conmigo) y decidí no participar en la marcha porque al final de cuentas, ¿qué diferencia hace en la dinámica social que las uniones entre personas del mismo sexo se denominen matrimonio o sociedades de convivencia? Mi respuesta fue que ninguna, que en este terreno no había de otra más que avanzar a la regulación de las uniones y ofrecer certidumbre jurídica a las parejas, qué sin importar su sexo, decidieran unir sus vidas.

Lo que para nada me gustaron, fueron dos cosas, una de cada lado de la postura. Del lado de los que sí marcharon, que según los reportes en medios sumaron más de un millón de personas en 120 ciudades, debo decir que en su comunicación no lograron transmitir las razones fundamentadas por las que se manifestaron. Por la parte de los que estuvieron en contra de esta manifestación, victimizaron en demasía a la comunidad LGBT y compraron sin reparo los términos de odio e intolerancia como principales motores de la manifestación.

En tanto la comunicación de los objetivos de la marcha, creo que desde el título que fue “Defensa de la familia”, implicaba que la contraparte estaba realizando un ataque, y esto lo considero un error. Para este grupo, esta reforma es la puerta de entrada para muchas situaciones adversas que se están presentando hoy en diferentes países que van más adelante que nosotros en este tema, específicamente en lo referente en la ideología de género como parte de la matrícula de educación básica. Pero de nuevo, esto no lo lograron comunicar. Además, la definición de familia tradicional como única fórmula que funciona, dejando de lado, por citar un ejemplo, las familias monoparentales que representan un quinto de las familias del país, tampoco abonó a su favor.

Los opositores de la marcha, tampoco reaccionaron de la mejor manera, ya que hicieron lo mismo de lo que se quejan: juzgar, etiquetar, no escuchar, e irse con todo contra los que piensan diferente. Señalaron como enemigo o intolerante a todo aquel que se atreviese a manifestar una postura contraria a la suya. Fue tanta la animadversión que despertó el grupo manifestante, que se llegaron a compartir o a poner palabras en las comunicaciones de éstos, que no eran verdaderas (me tocó ver dos que tres en Facebook).

En fin, es un tema súper amplio, pero me quedó con dos cosas. Lo bueno que nos dejó este ejercicio es que nos probó que podemos y queremos participar en los asuntos públicos de nuestro país, que nuestras agendas sí nos lo permiten. Lo malo fue que nos empeñamos en polarizar cualquier tema, en no escuchar al otro, en no empatizar con mi contraparte.

Cada quién colóquese del lado de la cancha con la que sienta que simpatiza. Sólo hay que informarnos bien para crear nuestro criterio y aprender a dialogar y escuchar, no para convencer al otro sino para compartir mutuamente nuestros puntos de vista. Tal vez descubramos que tenemos más en común de lo que pensamos.


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