Por: Isaía Vinicio
Los diplomáticos de carrera son personas de su tiempo y su circunstancia, abrevan del pasado, descifran el presente y perfilan el futuro, comprenden el momento de su llegada y su tareas de contexto, pero sobre todo, perciben el momento de su partida, su sensibilidad los lleva a olfatear las oportunidades pero también los riesgos, saben cuando son útiles y cuando es más digna una retirada oportuna.
Con los dedos de la mano se cuentan los nombramientos atinados de la 4T en sus dos años de gobierno, en estos tiempos convulsos de gobierno populista, autócrata y poco afecto a los funcionarios públicos de carrera, como fue el caso de la Embajadora Martha Elena Federica Bárcena Coquí como representante del gobierno mexicano en los Estados Unidos, y con un gobierno tan complejo e impredecible como el de Donald Trump. Miembro del servicio exterior desde hace más de 40 años, representando al país, tanto como embajadora y cónsul, como formando parte de solidas delegaciones en organismos internacionales como las Naciones Unidas.
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Mujer cosmopolita, lectora consumada, con sólida formación académica y profunda conocedora de la diplomacia al más alto nivel, fiel ejemplo de una tradición formadora de dignos representantes del país frente al mundo, tal vez el mejor legado del México post revolucionario. Mujer sencilla, amable, profesional, estricta y disciplinada, apegada a las formas sin perder su esencia ni su propia personalidad, hacedora de política con formas sutiles pero determinantes, arquitecta de puentes de entendimiento y conocedora de la realidad del país y del mundo.
Asumió su más alta responsabilidad diplomática, como ella lo definió, en tiempos de aguas turbulentas, de al menos 6 años de una relación bilateral desestimada, poco entendida, y mucho menos analizada, en el gobierno de EPN jamás ocupó la más importante representación diplomática un Embajador de carrera, fue una oficina de ocurrencias, obligaciones de contexto o de compromisos o lealtades presidenciales. Nunca producto de una estrategia consumada para perfilar una relación de mutua conveniencia y acorde con la exigencia de política geoestratégica en un mundo global pero conformado por bloques.
Los primeros dos años del gobierno de Trump y y los últimos de Peña Nieto fueron un vía crucis, un calvario, más encaminada a un rompimiento de facto que a la construcción de confianza, siempre al filo de la ruptura comercial. Se mantuvo la relación política con alfileres por la construcción de relaciones informales cercanas más a los afectos que a los intereses del inquilino de la Casa Blanca, la renegociación del Tratado de Libre Comercio fue lo que marcó la perspectiva de corto plazo, de lo demás nada, al contrario, las amenazas, el vituperio y agresiones verbales fueron la constante.
En este clima de desconfianza, zozobra y mala relación presidencial, llega a esa representación la Embajadora Bárcena, la terea era hilar fino entre dos gobierno personalistas, populistas y poco afectos a los delegación de responsabilidades, no creyentes del trabajo especializado, ni mucho menos acostumbrados a trabajar en equipo. Su elección como Embajadora por parte de López Obrador fue eminentemente personal, aún y a disgusto del propio Canciller Marcelo Ebrard y eso marcó su desenvolvimiento institucional y político en la representación.
En estos dos años en Washington, la Embajadora hizo lo que sabe muy bien hacer: construir confianza, conformar puentes de entendimiento, directrices de operación, estrategias de comunicación, llenó los huecos de una relación compleja de innumerables aristas, apoyó en las áreas financieras de ambas naciones para generar una mayor interlocución, igual en las áreas comerciales en los momentos cumbres para la entrada en vigor del T MEC o para poner fin del problema de los tomateros, fue un puente de confianza con los Demócratas en el Congreso para la definición de su postura frente al Tratado Comercial, de ello dependió el finiquito del acuerdo, si el gobierno de la 4T consumó el acuerdo, fue gracias al tejido fino de la Embajadora, por la frivolidad y displicencia de los representantes de la Cancillería o la ausencia de las áreas comerciales responsables del país.
También supo dónde no meterse y dejar que fueron otros articuladores de programas o políticas que representaron un enorme costo al gobierno de la 4T: los acuerdos extralegales en materia migratoria, los compromisos de inversión para los gobiernos de Centroamérica, la visita del Presidente López Obrador en plena campaña presidencial a la Casa Blanca y los oscuros acuerdos de seguridad y justicia entre ambos gobiernos.
En estos dos años como representante del gobierno mexicano, le dio una imagen de profesionalismo que el propio gobierno de la 4T es incapaz de sostener, no hubo improvisación, ni ocurrencias, ni estridencias, hablo cuando fue necesario y su silencio fue más tronante que muchos posicionamientos del propio gobierno federal.
Su salida era cuestión de tiempo y ella lo sabía, su mala relación con el Secretario Ebrard influyó pero no fue determinante, influyó más su perspicacia, si por naturaleza las mujeres son más intuitivas que los hombres, cuando se acompaña este don de experiencia e inteligencia esta se vuelve más sensible y la Embajadora sabe que vienen aguas procelosas y no tendrá asideros suficientemente confiables y seguros.
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Su tiempo acabó y entregó buenas cuentas, logró apaciguar lo que podría haber sido un desastre en la relación bilateral y una raya más al tigre en el desastroso gobierno de la 4T. Y cómo está sucediendo con muchos que se han bajado de este barco, prefieren cuidar las formas y dejar todo en paz, saben que su circunstancia ya no es favorable.
Pocos son los nombramientos atinados que perviven en el gobierno de López Obrador, la mayoría han preferido hacerse aun lado, sea porque el compromiso sólo era de dos años, o porque mejor me voy por un puesto menos político y más técnico, o porque mejor adelanto mi jubilación, o lo que sea, el mensaje es muy claro para el Presidente, sus mejores cuadros han decidido dejarlo y eso por sí mismo es un delicado mensaje, que aún al más torvo liderazgo, debería ponerlo a pensar.