Por: Rubí de María Gómez Campos
Los refugios para mujeres víctimas de violencia de género son la respuesta de una sociedad activa y crítica frente a la necesidad de sacudir criterios machistas de las instituciones encargadas de brindar seguridad y justicia a la ciudadanía. La tradicional ineficiencia gubernamental se recrudece -como re-victimización de las mujeres violentadas- en los crecientes casos de denuncia por parte de víctimas cuyo entorno social y familiar, también plagado de violencias múltiples, no constituye redes de apoyo y de seguridad que las proteja de manera efectiva.
Los datos son contundentes. En los últimos años se registra un aumento de feminicidios (7 diarios en el país, de 13 que se cometen en Latinoamérica) y la violencia de todo tipo contra ellas no se detiene. Hoy la violencia cruenta contra mujeres y niñas se adereza con la misoginia institucionalizada de los medios de comunicación masiva, el acoso en redes electrónicas, declaraciones y acciones de políticos y responsables mismos de la seguridad ciudadana. Por otra parte la violencia extendida al ámbito comunitario se recrudece y multiplica en el entorno violento de la delincuencia.
Desde principios de este Siglo XXI (y el 3er. Milenio), derivado de las leyes que a su vez son resultado de acuerdos internacionales signados por México, como la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, los refugios han cumplido con una tarea para la que el Estado no estaba (ni está) preparado, en la medida en que el flagelo de la misoginia y la discriminación –en muchos sectores sociales todavía invisibilizadas por una tradición que naturaliza las jerarquías y las relaciones de fuerza- sigue arraigado.
El trabajo que las organizaciones sociales de mujeres prestan a la seguridad ciudadana y al desarrollo civilizatorio es invaluable; es resultado del propio avance de las mujeres, quienes hemos tenido que organizarnos desde la denominada y hoy vilipendiada sociedad civil. Consideradas de izquierda durante los gobiernos de derecha, muchas tuvieron que contener sus diferencias ideológicas para poder avanzar. Se establecieron alianzas políticas sobre la base de la corresponsabilidad social y las feministas, que dedicaban su tiempo y sus propios recursos económicos para apoyar a otras mujeres en su lucha contra el Estado patriarcal, comenzaron a ser reconocidas y recibir apoyos, generalmente insuficientes para cubrir con justicia el pago de servicios (que incluye atención médica, psicológica, asesoría legal, apoyo pedagógico y capacitación para el trabajo), en los breves meses en los que el refugio se convierte en su hogar.
Cuando se diseñan políticas integrales de igualdad se visibilizan temas relacionados. En este caso, el trabajo de capacitadoras y especialistas en cuestiones de igualdad social y contra la discriminación, que se enmarca en la lucha por los derechos humanos, nos remite al tema de la brecha salarial; esto es, el hecho de que las mujeres ganen menos que los varones y sin prestaciones laborales. Si los políticos y sus redes de corrupción han penetrado las instancias de apoyo a mujeres trabajadoras (que eso son las estancias infantiles efectivamente, algunas de ellas con fallas de excelencia que las clases pudientes no soportarían, pero que son la única alternativa para el 35 % de los hogares mexicanos, ya que éste es el número de hogares con jefatura de mujeres; no se trata de “padres” de familia, en sentido genérico o en el concreto, sino de viudas, separadas, abandonadas y madres solteras, y especialmente trabajadoras agrícolas migrantes, que es donde surgieron las primeras demandas), o de otras instituciones gubernamentales o civiles, habrá que corregirlo sin retroceder ni negar avances y derechos a más de la mitad de la población.
Recordemos que mientras los políticos buscaban el poder e intentaban construir una democracia en la que parece que no existen las mujeres, las feministas como “pueblo” (o desde la “sociedad civil”) hemos trabajado durante las mismas décadas, unas con otras, para no perecer en el despliegue de un desarrollo ultramoderno o conservador, pero siempre bestial, androcéntrico y discriminador.