Por: Mario Teodoro Ramírez
El viejo Estado mexicano supercentralizado (1920-1988) fracasó, pero, ¿cuáles son los resultados del Estado distribuido, “debilitado”, del periodo neo-liberal (1988-2018)? ¿Produjo amplio desarrollo social, acabó con la pobreza, la corrupción, el subdesarrollo científico, cultural y educativo de México? Parece que no, más bien lo contrario.
El error consistió, creemos, en que la distribución de las responsabilidades, prácticamente la creación de un Estado paralelo con un montón de órganos “independientes”, autónomos (en las distintas áreas del gobierno: política energética, económica, informativa, educativa, científica, social, etc.), sólo resultó en beneficio de los empresarios y de determinados grupos políticos y sociales y, en general, en el debilitamiento de la gobernabilidad del país. Cuando en la campaña de 2006 López Obrador dijo “al diablo con sus instituciones”, que los medios y sus adversarios manipularon para hacerlo decir “al diablo con las instituciones”, planteó desde entonces un asunto importante, nada irrelevante: la necesidad de liberar a las instituciones mexicanas (gubernamentales e independientes) del control por un grupo político-empresarial (la “mafia en el poder”), es decir, la necesidad de transformar democráticamente las instituciones establecidas. Lo que necesitamos –más allá del conservadurismo y del populismo– es construir una nueva institucionalidad, verdaderamente democrática y legal, dirigida por principios éticos, donde los órganos independientes sean efectivamente representativos de la pluralidad social y política de México, y donde los “expertos” estén al servicio del desarrollo del país y no de meros intereses privados. La Cuarta transformación debe significar, entre otras cosas, sustituir la tecnoburocracia por la democracia, por el gobierno del pueblo, al servicio del pueblo.
Es entendible la inmediatez con la que se dan las opiniones sobre un gobierno que está en proceso. Por eso consideramos que es importante ubicar la política del gobierno actual en un contexto histórico de corto y mediano plazo. “Más sociedad y menos Estado”, la consigna neoliberal, está bien, pero no es una fórmula absoluta. Depende… En el periodo neoliberal significó sí, la ampliación de la participación social, pero significó también y sobre todo la apropiación de lo público por el interés privado, por el empresariado, que fue quien más abusó del presupuesto para fines que no tenían nada que ver con el beneficio público. Hay que ver esa parte, si no, nos convertimos simplemente en defensores sin pago de la corrupción y el agandalle empresarial. Es bonito ser ingenuo, tiene algo de “idealista”, pero no hay que abusar.
Contraponer Estado (malo) y sociedad (buena) no tiene sentido, pues ambos están hechos del mismo material: “mexicanos”; en general, no bien formados, no bien educados cultural y políticamente. Necesitamos educación para tener un Estado correcto y una sociedad decente, ambas cosas por igual. Lo demás es seguir en una disputa infecunda de Escila a Caribdis. Del Estado sí, la sociedad no, al Estado no, la sociedad sí. El viejo Estado autoritario mexicano era insostenible, ciertamente; pero lo que había que hacer era acabar con el autoritarismo no con el Estado (lo que hizo el neoliberalismo, que no acabó con el autoritarismo pero sí con el Estado). La tarea persiste: hay que acabar con el autoritarismo –sea político, empresarial, ideológico, etc.–, y reconstituir el Estado en un sentido democrático. Esto rebasa el asunto de sí AMLO sí o si AMLO no, en lo que está enredada actualmente la muy sesgada y muy desconcertada opinión pública mexicana. Consolidar y ampliar la democracia en México es una tarea de la sociedad misma. De todos, en la pluralidad y complejidad que caracteriza este “todos”. Eso es la democracia, precisamente.