Las marchas del 8 de marzo de 2024 en Morelia, la Ciudad de México y otras ciudades del país han sido impresionantes por el número de participantes. A pesar de las amenazas y los “blindajes” tan ofensivos de otros años, miles de mujeres han tomado las calles para manifestar su molestia por las condiciones de vida que tienen que seguir soportando.
La popular protesta realizada en Morelia se dividió en dos contingentes: un grupo que salió de Ciudad Universitaria y otro que salió de la Plaza Morelos, ambas con destino a Palacio de Gobierno. Las dos manifestaban de diversas formas su postura crítica frente al Estado. A la primera, que fue convocada por la Asamblea de Mujeres Michoacán, se sumaron demandas diversas como las del llamado “feminismo especista” y la crítica al autoritarismo en la Universidad Michoacana. La segunda, convocada por el Frente Violeta, se concentró en las demandas específicamente feministas. Ambas protestas expresaban a través de consignas su repudio al machismo y a la violencia contra las mujeres. El grado de inconformidad se mostró sobre todo en la segunda, mientras que la primera resultó un poco más festiva.
Desde las cuatro de la tarde las calles de Morelia se llenaron de jóvenes mujeres (aunque había cientos de todas las edades) que dirigían y organizaban la multitudinaria marcha. Después de teñir de rojo el agua de la fuente de Las Tarascas y colgar varias mantas contra el feminicidio, la avenida principal fue rayada y muchos cristales de ventanas fueron destruidos. Las jóvenes del llamado “bloque negro” eran cubiertas con una manta para evitar su visibilidad, y las demás mujeres apoyaban esos actos con la consigna: “¡Fuimos todas, fuimos todas…!”.
Las primeras descargaban sobre objetos: muros y monumentos, su furia contra la violencia dirigida hacia sus cuerpos y sus vidas. Respondían así a la intolerable violencia que soportan cotidianamente y las lleva a vivir con descontento. La coincidencia rebelde de las otras da cuenta del hartazgo y el profundo rechazo a un orden social que no las respeta ni las representa. Su disposición metafórica a “¡Quemarlo todo!” tomó cuerpo en la protesta social, cuya firmeza ha sido muchas veces interpretada como exceso. Sin considerar las razones y la fuente de violencia diariamente soportada, de la que surge la indignación de las jóvenes, muchas personas siguen esgrimiendo opiniones que deslegitiman la actitud crítica de quienes luchan para ser escuchadas.
“¡Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven!” corean entusiasmadas, y aprovechan la conjunción de voluntades que caracteriza la concentración que cada año crece exponencialmente, en referencia a la incomodidad que produce no ser tratadas como ciudadanas plenas. La molestia que posteriormente aparece reflejada en redes sociales es un reflejo mínimo del machismo que intenta sobrevivir a la “muerte del patriarcado”. Esta posición crítica ante la marcha expresa una inconformidad con la igualdad de derechos, que las mujeres enarbolan incansablemente desde hace más de dos siglos. Ya decía en 1792 Mary Wollstonecraft, con un sano sentido de realidad, que el feminismo es una apelación al “buen sentido” de la humanidad: “Apelaré ahora al buen sentido de la humanidad (…) Hago una llamada a sus inteligencias; como un semejante, clamo en nombre de mi sexo (…) que participen en la emancipación de su compañera” (Vindicación de los derechos de la mujer).
La lucha por permitir a las mujeres estudiar, poteriormente por derechos políticos como votar y ser votada, hoy se decanta por exigir un cese a la violencia, el acoso sexual y el feminicidio. Así lo registran sus potentes consignas: “¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!” corean con furia, después de burlarse de los violadores, a quienes advierten de la posibilidad de ser licuados en sus partes ofensoras. La justificación plena de tales expresiones queda registrada en las imágenes que circulan en redes sociales de un grupo de adolescentes que durante la marcha se mostraron dispuestos a disparar balas de goma a los contingentes de mujeres. Al parecer son los mismos adolescentes de la UNLA que habían arrancado su nombre del tendedero de denuncias, después de presumir el hecho de haber aparecido en él.
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Pero nada más ilustrativo de la necesidad de luchar por cambiar a una sociedad dañina, dominada por la misoginia, que la violenta represión dirigida a mujeres con discapacidad, adultas mayores y menores de edad, con la que embistieron a las manifestantes pacifistas de Zacatecas. Dieciocho adolescentes, casi niñas, asistentes a la marcha, fueron víctimas de detenciones ilegales tan arbitrarias y violentas que horrorizan a quienes testimonian tales hechos de uso excesivo de fuerza. Circulan en las redes sociales imágenes de algunos casos de hasta cinco policías golpeando y arrastrando a una sóla joven. La violación a sus derechos humanos, el daño a su integridad física y la afectación a la dignidad humana de las detenidas y de toda la ciudadanía, cuentan afortunadamente con el respaldo del movimiento feminista de Zacatecas y de todo el país.
El inadmisible agravio cometido por las autoridades policiales en contra de las detenidas llegó al nivel de tortura, según el testimonio de las víctimas. Tales actos intimidatorios y vejatorios de la dignidad humana de las mujeres son ejemplos contundentes de la necesidad que las mujeres tienen de salir a marchar, para exigir un cese a la violencia. Los compromisos de los gobiernos, adquiridos hace más de cuatro décadas ante organismos internacionales, como la Convención para la Eliminación de toda forma de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), no dejan lugar a dudas. Es responsabilidad de los gobiernos combatir las múltiples formas de violencia contra las mujeres y las niñas, así como eliminar los estereotipos que inferiorizan a las mujeres a través de los medios de difusión masiva.
Finalmente, si las autoridades y la ciudadanía no quieren que las mujeres se manifiesten con pintas, ni de manera contundente, todas y todos estamos obligados a atender sus demandas, así como apoyarlas en la transformación social que les obliga a salir a las calles. Es muy fácil evitar que las manifestaciones de mujeres no sean violentas: cumpliendo con la obligación adquirida hace más de cuarenta años en niveles internacionales, como la ONU, de erradicar la violencia contra las mujeres, combatir la discriminación y detener la impunidad del feminicidio.
Las mujeres tenemos derecho a una vida libre de violencia. Pagamos los mismos impuestos que los hombres y merecemos respeto a nuestras demandas. La obligación del estado es promover la igualdad, eliminando los estereotipos que degradan a las mujeres y castigando ejemplarmente a quienes cometen delitos contra ellas. Esto implica rechazar la distorsión que lleva a concebir el feminismo como una amenaza que requiere fortificar los monumentos, en lugar de atender con eficacia y eficiencia las demandas legítimas de un movimiento que enarbola y representa una de las mayores fortalezas humanas.
Ojalá que los gobernantes conocieran un poco de historia. Y si no conocen siquiera la historia del movimiento feminista en México ni en el mundo, ojalá que al menos supieran algo de historia universal. Como las ideas del socialista utópico francés Charles Fourier, quien ya desde principios del siglo XIX sostenía que “el desarrollo de una sociedad se mide por la calidad de vida de las mujeres…”. El desprecio a las mujeres en la sociedad contemporánea hace que el movimiento social que desde más de dos siglos lucha por los derechos básicos de la dignificación humana, hoy tenga que reducirse (vergonzosamente para los que, a su pesar, son quienes incentivan estas luchas) casi a una mera lucha de defensa de la vida de las mujeres.
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