Por: Gerardo A. Herrera Pérez
En la conmemoración de un Día Internacional de la Mujer se requiere contar con los espacios para debatir las ideas, se requiere poner en la mesa de los debates si conmemoramos un día homogenizando a la mujer o hablamos de mujeres, porque lo que yo observo no es un solo modelo de mujer, sino muchas mujeres, como las mujeres indígenas, mujeres con discapacidad, mujeres enfrentando diversas enfermedades, mujeres viviendo en minorías religiosas, mujeres privadas de la libertad, mujeres madres esposas, mujeres monjas, mujeres trabajadoras del sexo comercial, mujeres políticas, mujeres realizando labores en el campo y la agroindustria, mujeres migrantes, mujeres jornaleras, mujeres viviendo en adicciones y mujeres con problemas mentales, así como mujeres adultas mayores, mujeres comunicadoras, mujeres líderes sociales, entre otras muchas más.
Aún observamos cómo algunas mujeres continúan viviendo en cautiverios (no soy totalitarista, pero tampoco reduccionista), cautiverios que han sometido y controlado su voluntad y su cuerpo en su gran mayoría por hombres, su independencia y autonomía de su libertad. Cautiverios que nos permiten centrar el gran aporte de las mujeres a la construcción de una sociedad que demanda de todos sus integrantes un nuevo modelo social centrado en el respeto a la dignidad humana.
El debate posmoderno nos obliga a revisar que en el discurso de los derechos humanos, de la equidad de género y de la perspectiva de género y de la diversidad sexual, existen tanto mujeres cisgéneros como mujeres sociales; hoy las condiciones biológicas no deben ser elementos para excluir y discriminar a las mujeres sociales, aquellas que han trasgredido su género y que se asumen con otra identidad de género, las identificadas como mujeres trans.
Los mecanismos de opresión que viven cotidianamente muchas de las mujeres son de invisibilidad, de estigma, de discriminación y de violencia, en cuya dominación encontramos la violencia física, verbal, patrimonial, económica, psicológica, sexual, estructural, simbólica, invisible, de usos y costumbres, la laboral a través del acoso y el hostigamiento, la política y otros mecanismos que disciplinan y controlan el cuerpo de la mujeres. No podemos permitir que más mujeres mueran a manos de sus parejas, no podemos permitir más feminicidios, transfeminicidios, lesbofeminicidios, o bien crímenes de odio contra el género.
En el debate también debemos posicionar que el diseño de política pública debe impulsar acciones y mecanismos que nos ayuden a comprender los valores de la igualdad ante la ley y ante las oportunidades, los referentes con que debemos impulsar los principios básicos para la convivencia y las virtudes sociales.
Pero esta visión es producto de un proceso histórico en el cual la mujer ha sido concebida como irracional, dependiente y al servicio del hombre, así en estos dos mil 500 años de la historia de nuestra humanidad lo refleja.
En la antigua Grecia, 500 años antes de esta era, las mujeres no eran ciudadanas; para Aristóteles el hombre es un animal racional, que posee el lenguaje y la razón, con esta definición normativa se discriminaba y se jerarquizaba, el hombre es quien tiene el valor y el poder.
Aristóteles negaba que las mujeres tuvieran uso pleno de la razón; podían entender y obedecer, pero no utilizarlo autónomamente para deliberar y tomar decisiones. De ahí que el “silencio es una virtud” para las mujeres más no para los hombres; vivir bajo el dominio y control de su autonomía y libertad.
La libertad la tenían los hombres, no las mujeres, en tanto que la igualdad jurídica, ciudadana y política era de los hombres mayores de edad atenienses, nunca estuvo en manos de las mujeres.
Durante el cristianismo, 100 años antes de esta era, “la igualdad promovida por el cristianismo fue ante todo de carácter espiritual. Partiendo de que todos los seres humanos son criaturas divinas que sólo pueden redimirse por la fe y las buenas obras (compatible con las mayores desigualdades y discriminación políticas y sociales, incluso con la esclavitud y con la servidumbre)”.
Durante la Edad Media el ideal democrático sobrevivió como alternativa al modelo teocrático según el cual “todo poder viene de Dios”, es decir, desciende jerárquicamente (de manera vertical); al descender el poder de Dios, son los monarcas y obispos quienes tienen todo el poder y todos los derechos, mientras que los sometidos tienen todas las obligaciones y ningún derecho, como sucedió con las mujeres, a quienes acusaron de herejes y de brujas para someterlas a la Santa Inquisición.
En el periodo de la Ilustración, y sólo con el desarrollo de la sociedad y el Estado moderno, el antiguo ideal democrático adquiere nuevo vigor: por un lado, una visión de un nuevo humanismo, una inédita concepción del hombre y de la libertad, pero del otro lado se recuperaron los ideales republicanos y democráticos.
Surge así la concepción, argumentada desde teorías contractualitas, de que el Estado, el poder político, no sólo debía tener la función de proteger la vida y la seguridad de sus súbditos, sino la de garantizar, además y fundamentalmente, la libertad y la propiedad de los individuos, es decir, sus llamados derechos naturales esenciales.
En el marco de la posmodernidad, después de la Segunda Guerra Mundial, se desarrolla el Estado social y democrático de derecho, que no reconoce y protege solamente los derechos de libertad, civiles y políticos, sino que amplía el espectro al reconocer derechos sociales (trabajo, vivienda, la salud).
La Carta de las Naciones Unidas (1945) y la Declaración de los Derechos Humanos (1948) constituyen un parteaguas en la participación de las mujeres. En 1975 da inicio el impulso de las políticas públicas internacionales para la mujer; fue en 1975 la Primera Conferencia Internacional de la Mujer en México, hoy la mujer está presente en los Objetivos del Milenio Sustentables de la Agenda 2030.
En este periodo la mujer ha logrado ser considerada en las políticas públicas y en los marcos normativos, cuentan con estructuras sociales; pese a ello, pobreza y mujer, analfabetismo y mujer, salud y mujer, mujer y jornalera, son binomios que continúan presentes y sin resolver ampliamente por el Estado mexicano. Requerimos por ello de un nuevo orden social donde la mujer y el hombre en perspectiva de género sean centro del desarrollo social, sin androcentrismo, sin sexismo, con roles sociales y familiares de coordinación y coadyuvancia en la crianza y en el seno de la familia.