Si digo que me estoy muriendo ahora mismo, ¿Alguien correrá a traerme flores para curar mis heridas con la ternura de un pétalo? Si me muero de los venenos que brotan de mí misma, ¿cómo escapar?
Soy, soy y des-soy, me niego, reniego y tan no quiero ser que soy capaz de morirme de un recuerdo, de anécdotas terribles y hasta de los ayeres sepia de una desconocida ochentona que se muere por ser narrada de colores.
También me muero de risa, de miedo, de hambres, de odios, ansiedades, frustraciones, de todo, de todo muero.
Pero indiscutiblemente y sobre todo muero de adioses y sueños enclaustrados.
En fin, pues: del no ser o del sí, del “ojalá”, del existir, del recuerdo de sapos y luciérnagas de mi infancia.
De la promesa de la muerte me muero.
Mis amores saben que en una de esas me da la muerte tanto el lastimosísimo lamento de los encarcelados, como el perfume triste de las putas solitarias en los callejones; o la ternura del ejercitillo de hormigas desorientadas que corre tras las moronas de ausencia en la tristeza de la madrugada.
O de la profunda soledad de las arrugas de mis cuarenta abuelas, que me recuerdan que caminamos hacia la nada, genealogía de amores escritas en el horizonte. Tontas hormigas. Hondas arrugas.
Pero lo que no saben es que esta vez muero de olvido, y nada puede librarme se esa ausencia, de tu maldita ausencia a la que me sentencias cada día.
Mis amores saben muy bien que no cabe un “sí” ni un “no” en “un poco”; que el gris representa el abismo, la nada, que ni las hormigas ni los caracoles sobrevivirán a las hostilidades de tu invierno.
Foto de Steve Johnson de Pexels