Este 2017 se cumplen ya seis años del comienzo de las grandes manifestaciones que se dieron en el mundo árabe a comienzos del 2011. Tales protestas se encaminaron a exigir cambios a los distintos regímenes autoritarios y dictatoriales que durante años gobernaron a las naciones árabes.
Al inicio, el estandarte de lucha fue la libertad, así como el fin de la autocracia y de la corrupción en la mayoría de los estados árabes. En un primer momento fue el pueblo tunecino el que comenzó la rebelión política contra su presidente, Ben Alí, posteriormente le siguieron Egipto, Libia, Jordania, Marruecos, Yemen, Iraq, Siria y Baréin.
Para la mayoría del resto de los países del mundo la expectativa era que después de muchos años de autocracia en el mundo árabe, finalmente se instalaran la libertad y la democracia. Sin embargo el resultado terminó de forma muy diferente a las expectativas planteadas.
Aunque en algunos países árabes se logró la caída del régimen, y en otros se generaron grandes concesiones políticas, la mayoría de los nuevos líderes no produjeron ningún cambio progresista en sus respectivos países.
La única excepción a esto fue Túnez, donde a pesar de que la “primavera árabe” debilitó al estado tunecino, la voluntad de los ciudadanos logró consolidar nuevas instituciones democráticas que garantizaran la libertad para toda la población.
Fuera de esta excepción, uno a uno los distintos países árabes que sufrieron la susodicha “primavera” fueron cayendo en manos de grupos extremistas cuya visión no era la de generar instituciones que garantizaran la libertad y la democracia, sino únicamente aplastar a los que se opusieran a su ejercicio de poder.
En Egipto, por ejemplo, los militares que en un inicio se habían unido a la revuelta contra el régimen, terminaron orquestando un golpe de estado contra el gobierno que había sido electo tras la caída del dictador de ese país, Hosni Mubarak, truncando así las esperanzas de democracia y libertad que se habían generado en la población egipcia.
En otros países como Libia, Yemen e Iraq, la situación es mucho peor. Para el caso libio, después del derrocamiento del coronel Gadafi, las distintas milicias rebeldes, que ayudaron a acabar con el régimen, terminaron por enfrentarse entre sí y eso provocó una nueva guerra civil que ha dado como resultado el surgimiento de dos estados paralelos, uno de los cuales ha aprobado recientemente una ley basada en el Islam para forzar a las mujeres a volver a cubrirse el cabello con la hijab, cosa que con Gadafi no ocurría.
Para la población yemení, las cosas no fueron mejores, después de la renuncia del presidente Abdullah Saleh, la nación entró en una guerra civil que ha dejado miles de muertos, además de que ha generado una gran crisis económica y alimentaria en todo el territorio de ese país, sin mencionar que grupos terroristas islámicos como Al-Qaeda e ISIS aprovecharon el conflicto armado para obtener control territorial.
En el caso de Iraq, si bien las revueltas no fueron lo suficientemente fuertes para derrumbar el de por sí frágil parlamentarismo iraquí, debilitaron políticamente a las instituciones generadas a raíz de la intervención estadounidense del 2003, lo cual a su vez ocasionó que socialmente los iraquís chiitas y sunitas se polarizaran, y eso generó a su vez que grupos terroristas tomaran el control del noroeste del país, sin mencionar que también sectores políticos islamistas conservadores están consiguiendo cada vez más apoyo popular frente a la incapacidad del gobierno iraquí para mejorar la situación actual del país.
Finalmente, en Siria la revuelta se convirtió en una guerra civil donde la oposición rápidamente se fragmentó en múltiples frentes que no han logrado consolidarse bajo un bloque; para empeorar la situación, son minoría los grupos insurgentes que procuran la libertad y la instalación de instituciones democráticas, pues la mayoría son grupos radicales que buscan venganza política contra el régimen, y otros más son filiales de grupos terroristas islámicos que pretenden instalar un régimen teocrático en el territorio sirio.
Es lamentable que un evento de tantas expectativas como lo fueron las protestas árabes cuyo inicio estuvo marcado por la lucha contra las tiranías, terminara derivando en una serie de pseudo-gobiernos extremistas, conservadores y nada democráticos. Al final la dichosa primavera árabe fue realmente un temible invierno de retroceso económico, político y sobre todo social para la mayoría de las naciones donde se vivió este histórico evento.
Sin embargo aún hay esperanza de algún posible cambio, aunque la mayoría de las naciones árabes sufrieron terribles retrocesos, el pueblo tunecino aún no ha cedido a radicalismos de ningún tipo y podría incluso convertirse en ejemplo a seguir en un futuro no muy distante, donde la cultura árabe, la democracia y la libertad pueden convivir armoniosamente.
En ese contexto, es indispensable que la comunidad internacional así como las distintas organizaciones en favor de los derechos humanos ejerzan presión para hacer que este “invierno árabe” empiece a darle paso a una autentica primavera, pues la población de estos países no parece aguantar mucho más los flagelos de ese invierno.