Por: Mario Teodoro Ramírez
Hace pocos días fui a un banco que está por la avenida Acueducto. Al cruzar el pasillo de acceso, junto a los cajeros automáticos, percibí algo raro, inédito. No me percaté inmediatamente de la razón de mi extrañeza hasta que observé con cuidado. Había en ese pasillo un grupo de jóvenes muy jóvenes. Conversando unos, jugueteando otros, unos sentados en el piso con sus mochilas, uniformes desfajados, ya saben, lo típico en jóvenes adolecentes. Se escuchaba una cierta algarabía aunque, como sea, los jóvenes trataban de portarse adecuadamente en aquel lugar desacostumbrado para ellos. Lo sorprendente de la escena no tenía que ver naturalmente con encontrar muchachos por la ciudad sino con encontrarlos en un banco. Pregunté a un ejecutivo qué pasaba y me informó que los jóvenes eran becarios de los nuevos programas de gobierno y estaban tramitando las requeridas cuentas para recibir el apoyo.
La situación que narro me resultó significativa de los cambios que se están produciendo en el país. Quizá a algunos les resulte algo intrascendente. Pero creo que hay que ahondar un poco. Por esos días se produjo en las redes sociales una discusión alrededor de la fotografía que subieron unas estudiantes presumiendo los sobres con los billetes de su beca. Surgieron entonces los consabidos juicios clasistas y las burlas de gente a la que le molestan este tipo de programas gubernamentales; ya saben: el gobierno tira el dinero, se fomenta la vagancia y el despilfarro (¡$ 800 mensuales!), que mis impuestos no se gasten en eso, etcétera. Opiniones que muestran, por lo pronto, una clara incomprensión del fenómeno y, en general, una indisposición a la “comprensión” de las personas, a la empatía y a la solidaridad con los demás. Parece que hay gente que se dedica sistemáticamente a ponerle peros a la felicidad de los otros, aún sea mínima o por mínimas razones. Un pobre no puede disfrutar de un helado; mejor debe comprarse medio kilo de frijol. Ciertamente la miseria espiritual resulta peor que la miseria material. Por otra parte, leí también en algún lado la queja de alguien que señalaba airado que el gobierno daba becas sin condicionar buenas calificaciones a los estudiantes, malentendiendo la función del programa, cuyo propósito no es tener mejores estudiantes sino evitar que, por carencias, abandonen la escuela. Estas becas no son un premio al mérito (generalmente los meritorios no necesitan becas) sino un apoyo mínimo al esfuerzo de quienes no tienen las condiciones socio-económicas básicas para poder avanzar. No obstante, creo que el apoyo a los jóvenes debe valorarse bajo una perspectiva más profunda, más allá de su funcionalidad económica.
Desde su campaña el presidente ofreció, con la consigna “Becarios sí, sicarios no”, la creación de un programa de becas, particularmente para los jóvenes del nivel medio superior y superior, con el propósito de evitar la deserción escolar y que los jóvenes queden a merced de la delincuencia. Desde entonces se criticaba, bajo una perspectiva puramente monetaria, que el monto de esas becas no iba a disuadir a un joven de no involucrarse en la delincuencia, la que siempre podría ofrecerle más. También se ha señalado que la beca resultará insuficiente para la satisfacción de las necesidades de los estudiantes. De eso a nada, mejor nada, razonan convenientemente quienes se oponen al programa –conservadores tacaños o revolucionarios mimados.
La imagen de aquellos jóvenes en el banco, inquietos, entusiastas, curiosos, me hizo pensar que la importancia de otorgar masivamente becas a los estudiantes no radica únicamente, ni principalmente, en el aspecto económico sino en el valor simbólico del gesto. Gracias a ese apoyo el joven se siente y se percibe a sí mismo como alguien incluido socialmente, tomado en cuenta, considerado; es el poder tener la decisión sobre cómo gastar dinero (por mínimo que sea), el tener una cuenta en el banco, el poder ir al banco, el sentirse parte de la ciudad, un ciudadano, alguien importante, significativo; no un mero número en las estadísticas de los desertores escolares, los pobres, los “ninis”, los marginados de todo. Ciertamente el gesto no significa de suyo un gran avance, ni resuelve los problemas y las necesidades reales. Pero produce ya un cambio en la mentalidad y en las actitudes de los jóvenes, que puede desencadenar a su vez otros cambios –estos sí, objetivos— en la dinámica de nuestra sociedad, en la capacidad de participación e integración activa de la juventud. A la vez, nos hace ver al resto de la sociedad que el gesto solidario, la actitud incluyente, la sensibilidad social, es benéfico para todos. Nos hace más humanos a todos.
La función de los programas sociales del gobierno no debe verse sólo desde el punto de vista económico-material, haciendo cálculos abstractos de costo/beneficio (económico o político), debemos verla desde una perspectiva más amplia y profunda. Se trata de lograr un cambio de mentalidad que nos permita superar, a la vez, la condición y el sentimiento de exclusión de muchos y las prácticas de exclusión y de injusticia de otros. Se trata, pues, de sentirnos todos parte de una misma sociedad, incluidos en una misma comunidad concreta que no es otra cosa, aquí y en cualquier lado del mundo, que la comunidad humana universal, la necesidad y la capacidad del ser humano de ser en común. La pluralidad de concepciones y la urgencia de las discusiones del día a día en nuestro país no nos debe hacer perder de vista lo esencial, lo común, eso que permite que haya, sin excluirse, sentido y verdad, necesidad y libertad, materia y espíritu..