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En el año de 1889, el entonces director del naciente Museo de Michoacán, el doctor Nicolás León, publicó un trabajo titulado El matrimonio entre los tarascos precolombinos y sus actuales usos, donde daba a conocer una gran parte de los ritos nupciales de la cultura tarasca.

Hoy, a más de cien años de distancia, en los albores del siglo XXI, muchos de los datos contenidos en aquel documento continúan vigentes. Aunque pocas personas conocen las características de estas ceremonias, resulta de gran interés que en algunas comunidades se sigan llevando a cabo los “casorios” de una forma muy similar a la que originalmente se realizaba, preservando así, con gran orgullo, las costumbres y tradiciones místicas que ensalzan a la cultura tarasca, la cual forma parte importante de este México desconocido.

Los miembros de la familia Mariscal, oriundos de San Lorenzo –comunidad ubicada a 17 km de la ciudad de Uruapan, en la región de la sierra–, me invitaron a convivir con ellos con motivo del casamiento de uno de sus integrantes, y gracias a esa invitación pude presenciar algunos de los rituales de un pueblo que se niega a sucumbir.

En la actualidad aún se conserva la mayor parte de los rasgos de la ceremonia, aunque con ciertas modificaciones, producto de la “modernidad”, que se manifiestan ya desde la forma de vestir de la guariti –mujer–, y así el traje típico ha dado paso al vestido blanco. En el caso de los hombres, éstos dejaron el traje de manta blanca, el gabán y los huaraches, por la mezclilla y las botas. Además, las clases sociales que mencionaba el doctor León han desaparecido. Antiguamente, entre las comunidades de la sierra a la boda se le llamaba kánakua, voz tarasca que significa “corona”, ya que durante el enlace se portaba sobre la cabeza una corona de pan. Hoy en día ésta ha sido sustituida por una corona de pequeñas flores, y se emplean los términos tembúchakua para boda; tembucha o tembúchani para novio, y témbua o tembúnani para novia. En el caso de la región de la laguna, al casorio se le llamaba kúpera. El primer día de la boda (pues el festejo llega a durar varios días), desde el amanecer las campanas de la iglesia no dejan de sonar, recordando a todos los pobladores el evento que se realizará. Llegada la hora, los novios son acompañados por sus parientes desde sus respectivas casas.

Después de la ceremonia religiosa, esposos, invitados y familiares, acompañados del cuetero –que anuncia la fiesta– y de la banda de música que interpreta diferentes pirekuas (canciones), se trasladan a la casa de los padrinos o tátispiri, quienes con gran algarabía brindan su hogar a todos los presentes.

Con marcado costumbrismo, las mujeres y los hombres forman dos grupos. Mientras unas mujeres se encargan de las labores de la cocina, otras atienden a los invitados, teniendo la preferencia los de sexo masculino. Debido a la hora, a todos los asistentes se les ofrece un jarro de atole acompañado de varias piezas de pan.

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Lentamente, los ancianos (tata keri) de la comunidad –por quienes se tiene un gran respeto–, los padres de los novios, los recién desposados y los padrinos entran a una de las habitaciones de la casa, y con gran solemnidad y en lengua tarasca proceden a pedir por el bienestar de la pareja. Arrodillados ante un altar con diversas imágenes religiosas y veladoras, dan gracias a su dios por permitirles celebrar la unión; el altar se complementa con botellas de alcohol de caña, figuras de pan, cigarros, etcétera, que representan la abundancia de la cual estará rodeada la pareja.

Mientras esto sucede, en la casa del novio un ejército de parientes preparan gran cantidad de corundas –khurhunda–, que son unos tamales de masa de maíz envueltos en hojas de la misma planta, las cuales son cocidas al vapor en ollas de barro, o a veces en tinas de aluminio, para satisfacer la gran demanda. Asimismo, se prepara el churhipu, que es carne de res en caldo con chile, muy similar al mole de olla, todo acompañado con la tradicional charanda.

Para trasladarse de un lugar a otro, como ritual permanente se debe ir bailando por las calles del pueblo al ritmo de la música que toca la banda; esto se repite invariablemente en todos los lugares que se visitan, donde además no se podrán despreciar los alimentos que los anfitriones otorgan a los invitados.

Caso curioso es la práctica de otra serie de rituales que complementan la ceremonia, como es la participación de los niños de la comunidad, que al parecer toman su intervención como un adiestramiento para su futura boda, ya que el promedio de edad de las parejas que se casan varía entre los quince y los dieciocho años.

Durante uno de los recorridos por el pueblo, las personas del sexo masculino (principalmente los niños) llevan colgando del hombro unos atados de leña simulados, de donde penden pequeñas tiras de carne seca, símbolo de la responsabilidad masculina de proveer de recursos a la casa. En cuanto a las mujeres, éstas portan su rebozo tradicional, en el que colocan una pieza de pan en forma de niño, y completan su ornamentación con las ramas de un árbol del lugar, significando con ello la fertilidad materna y el cuidado de la familia.

Los padrinos juegan un papel muy importante dentro de la ceremonia. El ser padrino no es cosa fácil, pues éste deberá llevar cargando durante dos recorridos –uno diario–, los enseres domésticos que les han regalado a los jóvenes esposos, utensilios que van desde piezas de plástico, como platos y escobas, hasta ollas de peltre, cazuelas de barro, metate y molcajete, lo que representa un verdadero reto de resistencia, ya que el recorrido abarca toda la comunidad. En ocasiones, si la economía del padrino lo permite, puede contratar a una persona del mismo pueblo para que lleve a cabo esta parte de la ceremonia.

Es común que en una parada en la casa de la novia todos los invitados se formen en dos filas paralelas, y a cada persona se le dé atole verde de grano de maíz, conocido como kamata, el cual se toma directamente del plato, a la vez que se baila al ritmo de la música.

Al final de la ceremonia la novia es llevada a la casa de los padres del novio, en cuya entrada la esperan las “maringuiñas” –hombres disfrazados de mujer–, quienes la hacen recorrer el lugar a toda velocidad para mostrarle el que será su nuevo hogar, y que compartirá con su familia política por lo menos un año, tiempo durante el cual será la encargada de realizar todas las actividades domésticas de la casa. En otras ocasiones la recién casada es introducida a la cocina, donde se le embarra la cara con cenizas del fogón, otorgándosele con esto el título de responsable absoluta del lugar.

En cuanto a los regalos, familiares y amigos manifiestan a los novios su beneplácito dándoles prendas de vestir, que para la novia van desde faldas y blusas de colores llamativos hasta zapatos, mientras que para el novio son sombreros, cinturones, camisas, pantalones y botas, hasta cobijas y cobertores. En todos los casos los novios deberán bailar con el otorgante, con el obsequio puesto sobre los hombros o en las manos, como muestra de agradecimiento. En alguna ocasión se han llegado a contabilizar poco menos de medio centenar de cobertores, más de tres docenas de prendas de vestir y varios pares de zapatos.

Como detalle curioso, familiares, amigos e invitados de la comunidad contribuyen a la realización del festejo: las mujeres le regalan a la madre del novio un mandil bordado de punto de cruz, el cual deberá portar durante todo el acto; los hombres, en cambio, generalmente le manifiestan su apoyo dándole dinero para los imprevistos que surjan.

Así pues, en esta región de nuestro México desconocido las ceremonias de los pueblos indígenas y el simbolismo de sus costumbres tienen un gran significado, lo que ha permitido que subsistan hasta nuestros días.


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