Por: Rubí de María Gómez Campos.
Desde que Andrés Manuel López Obrador comenzó a desconocer las demandas y las luchas sociales de las mujeres, muchas de sus muchos votantes -quienes no sabíamos ni supimos nunca, al menos por su discurso (sí por el de sus críticos que entre muchas otras cosas le llamaban misógino)- entendimos que las mujeres éramos consideradas parte de sus enemigos. La mayoría de quienes luchamos por mantener a flote la seguridad, la vida y la dignidad que nos fue escamoteada durante mucho tiempo, desde cada trinchera cotidiana que encontramos para poder enfrentar las consecuencias de una violencia interminable -que no se reconoce en su profundo vínculo con la estructura de dominio de cualquier tipo- pensamos que nuestra coincidencia con sus críticas al autoritarismo, antes de ser presidente, eran garantía suficiente para poder ser atendidas y escuchadas.
AMLO nunca se pronunció a favor de las mujeres, eso es cierto, pero tampoco declaró en ningún momento su animadversión a un compromiso por la transformación social y la justicia para las mujeres: más de la mitad de la población total distribuida en todas las esferas sociales, incluida la clase de los pobres a los que él dice ser tan afecto. La diferencia entre hombres y mujeres en las clases más desposeídas es que las mujeres pobres tienen que soportar, además de la pobreza y otras desigualdades como la derivada de la etnicidad, la ancestral carga del machismo con el que el varón se libera del sentimiento de opresión que, por otra parte, soporta estoicamente. Ya Simone de Beauvoir explicaba la relación entre todas las formas de desigualdad (étnica, de clase y de género) y la manera en la que el machismo sirve para sostener la opresión: “Uno de los beneficios que la opresión asegura a los opresores es que el más humilde de ellos se siente superior: un ‘pobre blanco’ del sur de Estados Unidos tiene el consuelo de decirse que no es un ‘sucio negro’, y los blancos más afortunados explotan hábilmente ese orgullo. De igual modo, el más mediocre de los machos se considera un semidiós ante las mujeres”, y ello le permite soportar su propia y extenuante experiencia de dominación.
Es precisamente ante este fenómeno de desigualdad extrema que viven las mujeres pobres trabajadoras, las madres trabajadoras solas; no los padres de familia en abstracto (masculino genérico que invisibiliza a las madres) como gusta llamar el Gobierno Federal a las usuarias del programa de Estancias Infantiles para Madres Trabajadoras (así se llama o llamaba el programa en cuestión); quienes ilustran la cifra de más de la tercera parte de la población representada en el indicador: “hogares jefaturados por mujeres”. Ya lo he dicho, el horizonte en el que surgió la demanda de Estancias infantiles fue la urgente necesidad de mujeres trabajadoras agrícolas migrantes, quienes son explotadas y hacinadas en campamentos aislados y sin redes familiares de apoyo. El cuidado de las y los niños en familias integradas con presencia del progenitor masculino, o con recursos económicos suficientes, es resuelto generalmente con estancias públicas y sobre todo privadas.
En este caso, si hay corrupción -como se presume que hay en otros programas- en un programa vigilado y coordinado por tres instituciones: El DIF, SEDESOL (hoy Secretaría de Bienestar) y Protección Civil, ello es responsabilidad del funcionariado no de los infantes o de las madres beneficiarias, ni necesariamente de las prestadoras de servicio. Por otra parte, no considerar todos los aspectos y beneficios de éste, ni de cualquier otro programa, antes de tomar decisiones es falsear el sentido de la verdad y tratar de imponer ideas preconcebidas a una sociedad que, si bien ha soportado el peso de gobiernos corruptos e ineficientes, tampoco ha permanecido inerte. El combate al autoritarismo se ha ejercido permanentemente desde muchos frentes. Evidentemente es necesario continuar. El presidente es capaz de escuchar a grupos religiosos como no lo ha hecho con las madres trabajadoras, a las que ni siquiera menciona.
Sin embargo no hay nada nuevo de qué preocuparse. Es sólo una batalla más. Ya hemos enfrentado a otras fuerzas políticas. Por ello siempre que escuché -y cada vez más escucho- críticas a la misoginia de AMLO, he contestado que supongo que sí pero que no es el único. A todos los presidentes y políticos los hemos tenido que convencer de la utilidad y necesidad de apoyar a las mujeres con medidas que permitan alcanzar la igualdad. En verdad la obligación de los gobiernos con el desarrollo humano sólo ha sido aceptada y asumida cuando hemos demostrado el valor que para el mismo Estado tiene la justicia. Los mínimos avances y los logros nunca nos fueron regalados, trabajamos por ellos y debemos continuar haciéndolo. Pero hoy que, más que nunca, necesitamos de aliados con ánimo de justicia ante la misoginia creciente, nos hemos ido viendo cada vez más reducidas a la impotencia. Ni nuestras aliadas feministas ni nuestros aliados demócratas dentro del gobierno han podido hacer algo para detener nuevas formas de injusticia hacia mujeres solas trabajadoras y víctimas de violencia.
Las feministas defensoras de derechos humanos nos interrogamos acerca de cómo lograremos detener la violencia contra las mujeres, en un contexto en el que hasta el suicidio de uno parece más dramático e inadmisible que la muerte y la indignidad en la que viven otras miles. Si antes, como ahora, la violencia contra las mujeres no se denuncia es debido a la ineficiencia, inconsciencia, insensibilidad y falta de profesionalización de los servidores públicos, quienes re-victimizan a las denunciantes con su indiferencia, ignorancia, prejuicios, groserías, y en muchos casos su complicidad directa. La razón de las denuncias públicas es ésta y no podemos ignorarla. Por ende no podemos pedirle mesura al movimiento social del #MeToo.
La misoginia en la sociedad es un flagelo capaz de producir y mantener durante décadas crisis de seguridad ciudadana como la que México ha vivido, una tragedia, un límite formidable para el desarrollo de cualquier pueblo. Pero una misoginia de Estado es absolutamente imperdonable, insostenible. No es posible añadir, a todas las formas de violencia que las mujeres en el siglo XXI sufren, la violencia institucional que con dificultad hemos estado conteniendo.
El acoso sexual como el feminicidio, la violencia doméstica, laboral o social que padecemos, no afecta sólo a las víctimas directas o indirectas, es un tsunami imperceptible que desestabiliza todo el orden social y es capaz de impactar en la economía de los países, que ven disminuidos sus ingresos per cápita a causa de la violencia de género.
En el tema de seguridad ciudadana y acceso de mujeres a la justicia, además de la obligación de crear programas integrales con base en información y con conocimiento profundo de las causas de los problemas, es necesario combatir directamente la impunidad que circunda los asesinatos de mujeres. Mientras no se combata la misoginia institucionalizada en los espacios de administración y procuración de la justicia –no sólo con procesos de capacitación (sensibilización y profesionalización) del personal, sino con una depuración precisa y sistemática de los cuerpos de seguridad (como se establece en las observaciones planteadas al 9º informe de la CEDAW)- el Estado seguirá asumiendo la representación de un Estado feminicida, ya que la impunidad que caracteriza el delito de feminicidio lo configura como un delito de Estado que vulnera los derechos humanos de todas las ciudadanas.
La corrupción que debe erradicarse no solamente es económica, la corrupción moral, educativa, cultural es la más destructiva. La misoginia invisible del Estado es la principal causa del declive moral y el principal sostén de la desigualdad económica y social. Las feministas, defensoras de los derechos humanos, seguiremos trabajando desde la alegría de la crítica y en la trinchera que podamos, con el ánimo de que la cuarta transformación no sea sólo una parte, sino una solución, de todos los problemas que aquejan a México, para diseñar colectivamente un futuro de democracia, dignidad, justicia y de igualdad.