Morelia, Michoacán.- Dolidas, conmovidas, sorprendidas nos encontramos los días siguientes al históricamente absurdo 8 de marzo de 2022 con una narrativa gubernamental que sigue intentando distorsionar el sentido de un proceso social que enarbola las mejores causas de la humanidad, al criminalizar la lucha de las mujeres por un mundo más justo.
Que los machistas sigan esgrimiendo opiniones fascistas que intentan identificar la legítima protesta con la mera violencia, descalificando a quienes expresan su indignación con digna rabia sin lastimar a nadie, al compararlas con quienes ejercen violencia criminal en contra de personas por diferir de ellos en sus preferencias deportivas es grave, aunque hasta cierto punto “natural” en el contexto de misoginia ancestral y de ignorancia alimentada por un estado clasista y patriarcal.
Pero que el propio gobernador de Michoacán haga esa grosera comparación en la mañana previa a la realización de la marcha de mujeres, pronunciando un discurso que criminaliza las protestas contra la impunidad y diluyendo su responsabilidad en la ineficiencia gubernamental que se denuncia, es insostenible. Su papel no es alimentar la misoginia sino combatirla. El efecto más dramático del machismo actual, que se ostenta como el dominio del mas fuerte y agresivo, produce víctimas entre ellos mismos, como podemos verlo cotidianamente.
La violencia institucional es inadmisible en un país que se comprometió con la comunidad internacional en lograr la igualdad entre hombres y mujeres, combatiendo la discriminación, así como en la lucha para erradicar la violencia contra las mujeres y las niñas. Por si el gobierno de Michoacán y del país no lo saben, desde 1981 México firmó la Convención para la Eliminación de toda forma de Discriminación hacia las Mujeres, niñas, adolescentes, jóvenes, adultas y adultas mayores, conocida como CEDAW, y en 1994 se adhirió a la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra la mujer, conocida como la Convención de Belem do Pará.
Pero la violencia represora ejercida por el Estado es aún más condenable en un estado como Michoacán que desde junio de 2016 fue declarado en Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres, ante la ola de feminicidios que a cinco años de emitida la alerta siguen ocurriendo en impunidad. La violencia institucional es un agravio aún más condenable en un país en el que mueren diez mujeres al día en manos de cobardes que se saben protegidos por un Estado machista y pendenciero.
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En los últimos años las mujeres de Michoacán y de todo México se debaten en un intento desesperado por ser escuchadas por un gobierno que niega el valor humano de un movimiento que nació en el siglo XVIII, como respuesta a las agudas formas de negación de la humanidad de las mujeres. Desconociendo o ignorando deliberadamente la historia de opresión, discriminación y violencia que las mujeres han vivido desde hace muchos siglos, y el reconocimiento nacional e internacional que fueron logrando progresivamente a través de las leyes, los gobernantes blindan con vallas metálicas los edificios que deberían estar abiertos para escuchar las demandas legítimas de las mujeres.
A diferencia de otras manifestaciones de protesta, para las cuales las puertas del gobierno permanecen abiertas y el diálogo se ofrece como respuesta a los conflictos que presentan, la única respuesta a la agudización de la misoginia que se les ocurre a los habitantes del Palacio es proteger sus muros. Mucho más fácil sería comprometerse seriamente y cumplir con las demandas de seguridad y justicia, que es una de las razones por las que fueron elegidos.
Más del 50 por ciento de la población somos mujeres, el grado de igualdad alcanzado mediante aciagas luchas (apenas en 1974 se reformó la Constitución para establecer la igualdad del hombre y la mujer) nos permite hoy votar y ser votadas, estudiar, trabajar, elegir pareja, decidir cuantos hijos tener; nos obliga igualmente a pagar impuestos y ello nos autoriza a exigir eficiencia en los servicios, como cualquier ciudadano. No obstante, el gobierno actual nos trata como ciudadanas “de segunda”, negando validez a los reclamos de las jóvenes en defensa de su integridad y de sus vidas. No se dan cuenta, sus agentes, de la continuidad que existe entre el machismo feminicida, la corrupción moral ligada a la economía y los abusos de poder formal e informal del orden cultural. Ignoran que dotar a las mujeres de reconocimiento y poder es un gesto imprescindible para resarcir el Estado de derecho y la democracia en México.
Los representantes del Estado ofrecen, cuando mucho, libertad de expresión y de manifestación y hacen omisión del contenido de las demandas que legítimamente enarbolan las mujeres. Hacerlo les obligaría a trabajar por el pueblo al que juraban deberse durante su campaña. Pero ni siquiera esa libertad mínima permitieron en la primera conmemoración del 8 de marzo.
El gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla, ha pretendido congraciarse torpemente con el presidente de México. Flaco favor le ha hecho agrediendo brutalmente a jóvenes y niñas el día mismo de conmemoración de sus derechos humanos y a pocos días de que se celebre el plebiscito para decidir la permanencia o no de Andrés Manuel López Obrador en el poder.
Las “autoridades” de Michoacán prefirieron invertir el sentido de la realidad señalando a las mujeres que luchan por su dignidad y por la justicia, como las enemigas de la libertad. Estigmatizaron la lucha por la igualdad mediante el símbolo ominoso de una protección de hierro, como si las mujeres fueran el enemigo más peligroso de una sociedad que se debate en la violencia criminal, cuando son las mujeres sus injustificables víctimas.
En el acto inmoral de reprimir la protesta contra la inseguridad y mostrar a las mujeres como desmesuradas en sus reclamos, infiltraron hombres (altos, delgados, de cabello recortado), cuyo fenotipo los denunciaba, pues era muy distinto del de los manifestantes acostumbrados. Atrás del templete donde se realizaba el acto creativo y pacífico de las feministas, esos hombres golpeaban la barricada erigida frente a palacio mientras los cientos de granaderos apostados a los lados del edificio (y que minutos antes habían provocado la estampida de las manifestantes: mujeres adultas, jóvenes, adolecentes, niñas, ancianas, muchas de ellas asistentes por primera vez a una marcha de este tipo) esperaban impasibles.
Los gases, el uso de toletes y la violencia verbal los reservaban para impactarlos sobre las jóvenes que intentaban mantener la protesta con canciones y discursos. Sólo unas cuantas que tercamente insistían en mostrar su indignación permanecían gritando, bajo el acecho de cientos de policías varones pertrechados con escudos, balas de goma (que dejaron ciegas a personas en Chile durante las protestas de 2019) y gas pimienta. Varias docenas de valientes periodistas que intentaban registrar los hechos, entre ofensas y empujones de los representantes del Estado, también sufrieron laceraciones y asfixia momentánea por los ataques con los que entre varios policías desalojaban y humillaban a frágiles adolecentes que, como se aprecia en los videos, apenas ofrecían resistencia, mientras otros detenían con excesiva violencia a más de 30 personas, según registra la Comisión Estatal de los Derechos Humanos.
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Lo que se extraña en los posteriores momentos de doloroso desconcierto son las voces de mujeres, autodefinidas como “feministas”, que hoy ocupan funciones importantes en el gobierno. ¿Será que la voz de las conservadoras insertadas en él tiene más peso?
Lo que sorprende es la ausencia de reclamos de otrora luchadores sociales que supuestamente buscaban poder para servir al pueblo. ¿Será que satisfechos de sus cargos y de sus honorarios oficiales ya no se acuerdan de los compromisos que hicieron?
Lo que ya no escuchamos son las voces disidentes de periodistas feroces en sus críticas de antaño. ¿Será que las líneas de sus medios se los tienen prohibido?
Lo que el temor sin precedente ha logrado callar, añadiendo un agravio a los incontables ultrajes, son las voces de miles de mujeres que inesperadamente recibieron el impacto del poder del Estado autoritario que hoy tenemos. ¿Será que el terror se apoderó de su conciencia o el pasmo ante la arbitrariedad las dejó paralizadas?
Lo que las feministas no podemos ni debemos callar, en un contexto en que la voz de la violencia homicida es la única que se deja oír en pleno día, es la indignación frente a un Estado tan omnímodo como fallido.
El silencio habla, grita, ¿escuchas…?