No ha habido otro chisme político en los últimos días que le gane a la detención de Duarte –Yarrington pasó de noche-. Por supuesto, más tardó la PGR en anunciar la detención, la tarde del Sábado de Gloria, que en salir un desfile de políticos, de todos los vuelos, a tratar de colgarse la medallita, hacer algún posicionamiento ridículo o en el mejor de los casos mediocre, señalando con una mano al criminal indigno, mientras con la otra consagran prácticas no muy distintas a las de él, haciendo gala del característico cinismo e hipocresía propia del político mexicano.
Sin embargo esa condición discapacitante que viene intrínseca en la clase política, no es gratuita. Los políticos no son seres de otro mundo que aparecieron un día, de repente, para hacernos víctimas de sus fechorías, desde sus curules o en sus altos cargos; no, ellos surgen de nosotros mismos, del “pueblo”, de “la sociedad” – dependiendo el enfoque ideológico o sociológico-, siempre han vivido entre nosotros, sus familias nos son conocidas, cercanas o hasta amigas, fueron a nuestras escuelas, a nuestros centros sociales, a nuestras Iglesias.
Los vemos cómo van creciendo, tomando influencia y poder en un sistema que ensalza al facha, al figurín inútil, narcisista y autosuficiente, sobre el trabajador, honesto, humilde y responsable, al macho prepotente sobre el consciente y respetuoso (lo mismo para hombres y mujeres); vemos cómo van deformándose sus consciencias ante el arrullo autocomplaciente del aplauso de los inseguros, y cómo un día se vuelven “líderes”, en una realidad paralela, normalmente elitista, donde viven protegidos y solapados por padres indiferentes, más o menos acomodados, que no tienen ni idea quiénes son sus hijos, o por su grupo de amistades alcahueta y convenencieras; es cuando les nace la idea de que no sólo su séquito de cómplices observadores silentes, sino todos nosotros, les debemos aplaudir. Y entonces, se meten a la política; bueno, lo que entienden por política.
De estos especímenes los hay de varios tipos, pero principalmente se identifican dos: los juniors o mirreyes, eternos adolescentes, abiertamente cínicos, cuyo hábitat está en bares y centros nocturnos de moda, las fiestas, el derroche y los excesos, (que por fuerza tienen que presumir en redes, so pena de no haber sucedido), que se regodean en la apariencia exitosa y los lujos. Los juniors, lo siguen siendo hasta avanzada edad, gracias al dinero de sus padres o hasta que las deudas los alcanzan; en cualquier caso la realidad los despierta abruptamente. En orden de evitar esa cruda existencial, mantener el status fabricado, y ante su inutilidad para hacer algo de provecho y sus pocas luces, roban; los otros, que llamaremos pseudofilántropos o pseudointelectuales, son el tipo de facha decente y bien intencionada, el yerno perfecto, acicalado, cautivador, de rostro perspicaz y amigable, de vocabulario cuidado (con quien le conviene, claro), y que se ha leído dos o tres libros para perorar parafraseos, conceptillos o autores. Se les puede encontrar principalmente en círculos sociales o familiares en donde pueden huelen algún provecho social, político o económico (o los tres) que les asegure una vida relativamente cómoda. Los hay que se integran a asociaciones humanitarias o sin fines de lucro, “grupos de líderes”, o cualquier causa noble, para la foto en facebook, aderezada con una sonrisa tenazmente ensayada.
Ambos especímenes frecuentemente gustan de mostrarse viajeros y cosmopolitas ante sus aplaudidores, pero los últimos, a diferencia de los primeros (que normalmente sólo ponen fotos de playa, alcohol y bronceados), le agregan una pose culta o alguna frase motivacional, para nutrir su fachada intelectual y comprometida.
Aunque ambos tienen el mismo objetivo, la popularidad como moneda de cambio, los segundos resultan mucho más peligrosos. Mientras los Juniors tienden a reproducirse de manera endógena y bastaría teóricamente con dejarlos en su sitio para pasar de ellos, se requiere un ojo especial para identificar a los pseudofilántropos, porque son farsantes astutos e inteligentes, que logran seducir a muchos, incluso a costa de separar amistades y familias. Una vez posicionados es complicado abrir los ojos de sus fieles, para entonces ciegas presas de sus deshonestos planes y sus ramificaciones, hasta que ya es tarde.
Javidú, como lo llaman sus amigos, es un producto de ese sistema, que produce cientos, miles de javidús, que van serpenteando entre nuestras instituciones sociales, privadas y públicas, desde las más íntimas, contaminando, a su paso, el destino de este país. Pero no es su culpa, sino nuestra.
Por supuesto que Duarte tiene que pagar las consecuencias de sus actos, pero tenemos que ser conscientes de que mientras sigamos tolerando a esos personajes, aceptando y aplaudiéndole a los farsantes venenosos, pero sobre todo criando y educando hombres y mujeres con tan poco sentido de la honestidad y la vergüenza, cultura del esfuerzo y del trabajo, y acostumbrados a que merecen abundancia sin importar el costo, seguiremos sufriendo las consecuencias de nuestra propia irresponsabilidad. El cambio es cultural y generacional. La solución, de nuevo, está en nosotros. Como padres, involucrarnos genuinamente en la educación y formación de los hijos, más que en conocimientos (que por supuesto), en valores y principios, que es lo que más vale. Como ciudadanos, rechazar cualquier forma de gandallismo y exigir siempre el respeto y el orden. En ambos casos, procede sólo con el ejemplo.