Francisco Lemus | Twitter: @PacoJLemus
La participación del ejército en labores de seguridad pública ha sido controvertida desde hace mucho tiempo, sin embargo, aparece -sin importar el tipo de gobierno- como la única opción viable, sin que ello se sostenga en prueba alguna. Casos de corrupción, así como la poca eficacia de estos elementos, han demostrado que ésta no puede ser la mejor alternativa.
En días recientes ha sido motivo de escándalo la forma en que elementos del ejército evitar enfrentar a supuestos sicarios en Nueva Italia, Michoacán. Desde luego esto se presta a la crítica fácil de que la honra de la institución castrense ha sido mancillada por un puñado de delincuentes. Sin embargo, esta situación ni es nueva ni debe sorprender si se actúa en el marco de la ley.
En sus orígenes el ejército tiene funciones muy claras: procurar la defensa de la patria de posibles ataques por parte de ejércitos de otros países. Desde hace más de 100 años esta institución no se ha visto en tal situación, por lo que el ejército se ha centrado en realizar otro tipo de funciones, como apoyar en la lucha contra el narco o rescatar a población vulnerable.
Poner al ejército a atacar a integrantes de la misma nación que debe defender no tiene cabida en esas funciones, porque además sus formas de entrenamiento y lucha rompen con las necesidades de una nación moderna comprometida con la defensa de los derechos humanos. Así que el abrir fuego en medio de una población no puede generar otra cosa que una catástrofe.
En la guerra de guerrillas el apoyo de la población local es fundamental para el triunfo de los grupos insurgentes, a la vez que población civil y grupos insurgentes tienen la capacidad de mezclarse de tal forma que los ejércitos no sepan en realidad dónde está el enemigo. Esto no es muy diferente de la situación que el ejército debe enfrentar en la lucha contra el crimen organizado.
A diferencia de una guerra, en la que los ejércitos tienen uniformes e identificadores que dejan en claro quién es quién. En esta lucha el ejército se enfrenta a un enemigo etéreo, que a veces lo enfrenta abiertamente y otras se diluye entre la población civil.
Desde luego la contrainsurgencia tiene manuales que les han permitido atacar a estos grupos, pero ello siempre ha implicado la violación de derechos humanos. Asesinatos y desapariciones son parte de la historia reciente de México, en donde el ejército tuvo un papel nada decoroso y por el que hoy se están abriendo expedientes y ofreciendo disculpas.
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El actual gobierno tiene ese fantasma pisándole los talones y la promesa de que esto sería cosa del pasado. Sin embargo, no ha modificado la estrategia ya tan desgastada de mantener al ejército en las calles, un ejército con bastantes manzanas podridas que han encontrado en la alianza con el narco una forma de hacer negocios, y por lo que ahora se resiste a abandonar las calles.
Testimonios como el presentado en “La verdadera noche de Iguala” evidencian que hay elementos del ejército coludidos con el narcotráfico y que en su actuar como colaboradores del crimen organizado han acabado por cometer una de las peores violaciones a derechos humanos de los últimos años. El caso de Tlatlaya tampoco se salva de estas acusaciones.
Sobran organizaciones expertas en el tema que han insistido sobre la necesidad de fortalecer a las policías y acrecentar el control civil sobre los militares, lo que por ejemplo se ha mostrado en la decisión del gobierno federal de evitar que el ejército caiga en provocaciones como la de Nueva Italia en días pasados.
Sin embargo, esta situación está alejada de tener un punto de equilibrio, en el ideario del ejército mexicano no puede existir siquiera la idea de que este gran cuerpo armado deba huir de un grupo de cuatreros mal entrenados y carentes de disciplina castrense. Así que seguramente las consecuencias se harán sentir en algún momento, con una onerosa factura al gobierno.