Rubí de María Gómez Campos.
El reciente libro de la periodista Anabel Hernández, Emma y las otras señoras del narco, es un recuento de las prácticas amorosas de los principales agentes del narcotráfico en nuestro país. Los medios de información se han concentrado en las revelaciones de relaciones eróticas entre líderes de los cárteles con figuras conocidas de la farándula, como Galilea Montijo y Ninel Conde. Ha sido tal el éxito del libro ante el interés morboso y claramente misógino que despierta la exhibición de ellas, que los periodistas solicitan la opinión de otras integrantes de ese glamoroso mundo recibiendo respuestas insospechadas.
Los comentarios de vedettes como Niurka demuestran una de las tesis del libro: la extensión social de una moral tan relajada que, además de normalizar las relaciones con la delincuencia, se muestran ofendidas con la investigación que las exhibe. En otros casos la expresión de faranduleras mucho o poco conocidas, como Monserrat Olivier, se muestran hasta divertidas ante la consabida relación entre los mundos de la delincuencia y el de la televisión, llena de comparsas que casi siempre han pasado por las manos de cirujanos plásticos con el fin de alcanzar a representar el modelo de belleza que a dichos señores les gusta coleccionar.
Pero lo más extraño y claramente demostrativo de la naturalización de vínculos de individuos de aparente prestigio con delincuentes es la falta de interés periodístico y la indiferencia del público ante los ejemplos, también citados, de involucramiento de políticos en activo que hoy día (o en el pasado reciente) ocupan posiciones de poder y decisión. El actual Senador Miguel Ángel Osorio Chong, el reciente pretendiente al gobierno de Guerrero, Félix Salgado Macedonio, y el hace poco detenido y luego liberado General Cienfuegos, entre otros políticos encumbrados en el más alto nivel como los expresidentes José López-Portillo, Miguel de la Madrid, Ernesto Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto, también son mencionados en el libro de marras sin que casi a nadie cause el menor sobresalto.
Asimismo ocurre con las descripciones de crímenes extremadamente cruentos cometidos por capos de la delincuencia que, antes de llegar a detentar un poder casi absoluto sobre políticos y “celebridades”, comenzaron asesinando bajo las órdenes de sus anteriores jefes, de formas tan perturbadoras y enfermizas que la autora del libro llega a definirlos como verdaderos sociópatas. Anabel Hernández ha repetido en diversas entrevistas que lo que intenta es crear conciencia de una necesidad: que las mujeres que se relacionan con los magnates del mal se den cuenta de que con su sometimiento al poder económico contribuyen a sostener un fenómeno que cuesta muchas vidas y mucho sufrimiento a otras mujeres que no tienen su misma posición.
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Igualmente da ejemplos de cómo, en otros contextos como el de la secta sexual NXIVM o el caso del millonario pederasta Jeffrey Epstein, también ha habido mujeres poderosas, famosas, ricas, bellas, operando como sus cómplices cercanas para llevar a esos siniestros personajes otras mujeres para su dominio y control. El reciente movimiento social de denuncia a los abusos sexuales cometidos contra mujeres en el mundo del espectáculo, denominado Me too, debe llegar, según la autora, a esos espacios de criminalidad donde el machismo recalcitrante hace de las mujeres su motivo y principal motor. Son las mujeres bellas que los seducen quienes deben romper con esas prácticas bárbaras, en las que el ejercicio de dominio y poder desmesurado se realiza y se multiplica sobre el resto de la población. Al final del libro la escritora da cuenta de cómo la esposa de un criminal encarcelado ha decidido entregarse y convertirse en colaboradora de la justicia norteamericana, como si esto fuera el ejemplo de lo que las otras señoras deberían hacer.
Mas allá del grado de utilidad que tenga la propuesta de la investigadora, debemos recordar que la complacencia femenina ante los recursos violentos y criminales de los varones no es nueva. También en la mafia siciliana y en toda forma de organización social, criminal o no, existen ejemplos de mujeres dispuestas a adaptarse a los hábitos de vida de los hombres. Esa es la historia de la sociedad patriarcal. La aquiescencia de las mujeres no se reduce a las prácticas censurables, sino que forma parte de toda sociedad. Por otra parte, el hecho de que Emma, la esposa de Joaquín Guzmán Loera, haya decidido comenzar a colaborar con la justicia y a tomar sus propias decisiones, como sugiere la autora, no es resultado de una conciencia emancipada sino una actitud, también tradicional, dentro de los márgenes de actuación femenina en el sistema patriarcal. El dolor ante la traición y los sentimientos de venganza son la contraparte natural de esas formas añejas de intentar controlar a las mujeres.
Lo que la periodista no ve es el fondo profundo que sostiene el fenómeno de sus agudas descripciones, incluida su propuesta para enfrentar y erradicar el problema. Si bien es indudable la necesidad de definir estrategias directas de combate al crimen organizado, no es correcto reducir el fenómeno del narcotráfico a uno sólo de sus aspectos, ni menos responsabilizar de su superación (una vez más) a las mujeres. Que los delincuentes necesitan, como todas las personas, quien les lave la ropa es un hecho real. Que sean mujeres quienes cocinan para ellos y les brindan afecto e hijos a quienes heredar, está explicado desde los primeros hasta los últimos textos antropológicos sobre casi cualquier sociedad. El problema particular del narcotráfico, como forma de organización social contemporánea, tiene como raíces aspectos generales derivados del propio modelo de desarrollo sociocultural existente.
Son los valores dominantes de nuestra época, esos que no existían antes o cuyo auge era inexistente, como el valor superlativo que se le otorga al sexo, a la “suprema belleza” tradicionalmente asignada como el único valor de las mujeres, y sobre todo el valor inconmensurable que hoy se otorga al dinero, lo que propicia que muchos niños, niñas y jóvenes aspiren a alcanzar esos modelos denigrantes de humanidad. Los políticos mencionados en el libro e ignorados como motivo de escándalo, así como sus amigos faranduleros, demuestran que también los adultos aspiran a alcanzar el modelo que encarnan los cabecillas del narcotráfico. Por su parte, la aspiración de las mujeres jóvenes a ser reinas de belleza, y que ello les permita realizar sus sueños de “grandeza” y poder (sea como figurantas de televisión o como esposas o amantes de narcotraficantes), las coloca en el mismo lugar de ambición desmesurada en el que están esos políticos ignorados en su extraordinaria bajeza.
La simplicidad de creer que lo único que cuenta es el dinero hace que la mentalidad perversa predomine en quienes son incapaces de valorar y defender la vida. No es la necesidad ni el hambre la que lleva a cometer infamias o a complacerse en ellas (muchos sujetos con la misma necesidad y aún peores carencias eligen otra vida). La única “verdad” de este tiempo dolido es una patológica distorsión del valor, que se centra en la ambición de poseer dinero para obtener alianzas, bienes, cuerpos y finalmente muerte o cárcel, como lo muestra el libro.