El patriarcado (poder de los hombres sobre las mujeres) se ha sostenido siempre en la imperceptible legitimidad que le otorga su naturalización simbólica por la cultura. Durante siglos la idea de la desigualdad entre hombres y mujeres ha sido reproducida por prácticas cotidianas, e institucionalizada en leyes y costumbres que se mantienen incuestionadas debido a la creencia generalizada en su supuesta validez. Tan acostumbrada está la sociedad a la inferiorización de las mujeres, y con ello al dominio y el control de sus cuerpos y de sus vidas, que durante largo tiempo toleramos sin chistar escenas e imágenes degradantes de mujeres en la publicidad, el entretenimiento televisivo y hasta en el arte cinematográfico.
El alto grado de tolerancia social a la violencia simbólica contra las mujeres permitió inclusive la presencia de una connotada feminista, que con su presencia normalizaba a su vez, ante los ojos de las y los espectadores, la degradación sistemática de las mujeres en un programa de televisión llamado “El mañanero”. El personaje central de esa “comedia” —cuestionado ahora por la insana costumbre de reducir a las mujeres a su cuerpo, en poses y comportamientos de pasividad ante el agravio del sometimiento— era celebrado por quienes se veían identificados en la conducta lasciva de un payaso grotesco y vulgar, que hablaba casi siempre a través de albures.
El albur mismo, esa práctica lingüística (o juego de palabras ambiguamente homofóbico y homosexual) de menoscabar al otro mediante metáforas sexuales de penetración, ha sido celebrado inclusive por intelectuales que interpretan esas expresiones como referentes culturales de una “mexicanidad”, que cada vez más se desvela como claramente tóxica. La práctica de feminizar o reducir al otro sexualmente a través del lenguaje, alude al carácter machista de una “identidad cultural” que patológicamente llega a ser celebrada en lugar de cuestionada.
Las mexicanas soportaron estoicamente la supuesta comicidad de la humillación de las mujeres que diariamente hacía “Brozo” (probablemente confundidas con la simultánea presencia “crítica” de una feminista como Martha Lamas) mientras los machistas mexicanos interpetaban la violencia simbólica de esas imágenes como divertida. Lo más cuestionable de dicha permisibilidad empresarial, gubernamental y social, que autorizó el escarnio, fue la normalización de una desigualdad inadmisible en este siglo en que la llamada peyorativamente “generación de cristal” se manifiesta en la defensa a ultranza de la dignidad humana. Por eso esta generación no puede aceptar tan fácilmente que aquel payaso machista se quiera presentar ahora como defensor de las mujeres.
El entorno simbólico que justifica la violencia antecede las formas multiplicadas de violencia real, que incluyen la violencia feminicida en su expresión más atroz. Por ello es que las jóvenes, herederas de las ideas emancipatorias del feminismo radical, están insatisfechas con los sutiles logros de las generaciones de mujeres que hace poco abrieron el camino. El derecho a votar, las leyes contra la violencia, la visibilidad apenas de la desigualdad, justificada patriarcalmente en los caracteres culturales de una sociedad desigual y autoritaria, no les permite el ejercicio pleno de su libertad y el costo fatal de su defensa ha sido el recrudecimiento del machismo.
Las jóvenes muestran hoy su rechazo a la desigualdad con un vigor legítimo, y ponen en cuestión la inseguridad que las limita desde el entorno del hogar hasta la propia posibilidad de salir de sus casas, con el riesgo de sufrir la violencia machista que se encuentra en todas las formas de relación social. La inteligencia y sensibilidad de las jóvenes mujeres del siglo XXI, forjadas al amparo del esfuerzo ejemplar de sus madres, quienes las han educado y sostenido muchas veces solas, les permite identificar la profundidad de la misoginia en las sinuosas grietas de la violencia simbólica, que permanece imperceptible ante los ojos de adultos y adultas criados y formados en el rigor de la ignominia. Al menos el 30 % de los hogares son jefaturados por mujeres ante la ausencia irresponsable y muchas veces deliberada de varones, quienes cínicamente todavía se burlan de las madres solteras.
Por ello, las feministas se oponen radicalmente a que la violencia simbólica e institucional de los partidos políticos poderosos en México se fortalezca (aún más que en el pasado) al permitir que un personaje acusado de violación por varias mujeres sea candidato a gobernar una entidad federativa de por sí vejada, por la violencia sistemática contra mujeres y niñas. El incremento de la tolerancia a la violencia es un motor simbólico que no sólo acepta violaciones a los derechos humanos de las mujeres, sino que alienta y perpetúa prácticas de violencia cotidiana tan extrema que deja a las jóvenes inermes ante ella, como lo muestra el incremento del feminicidio y la impunidad subsecuente, o el asesinato de padres por defender a sus hijas de agresiones sexuales, en manos de los agresores, como lo registra el hecho acontecido en días recientes en Yucatán, recogido en una nota bajo el título: “Mérida: jovencita recibe una nalgada en la calle, el padre reclama y lo matan a golpes” (https://julioastillero.com/merida-jovencita-recibe-una-nalgada-en-la-calle-el-padre-le-reclama-y-lo-matan-a-golpes/?fbclid= IwAR0htk0KmUYo3Ckcu0Yiz8jyULhEb6yi4kXjGHuemAYxLX3W-AoQ6nZoPaw).
La violencia institucional normalizada y la falta de sanciones establecida como patrón permanente de injusticia pretenden que, una vez acostumbradas a los asesinatos atroces cometidos impunemente cada día, las mujeres del siglo XXI aceptemos con naturalidad el incremento de casos como aquel. La pregunta pertinente que debemos hacer, ante el pavoroso horizonte que la sociedad contemporánea nos ofrece, es ¿cómo podemos superar la tradición de un pasado inclemente para la vida y la seguridad de las mujeres en México, mientras el esperanzador ejemplo del movimiento internacional Mee too (que permitió castigar con 23 años de cárcel al poderoso productor de cine norteamericano, Harvey Weinstein, y otros casos similares en todo el mundo) no significa nada para los representantes del partido en el poder.
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El hecho de que el acusado, convertido en aspirante a la gubernatura, siga “como si nada” en el proceso político de selección de una candidatura que reforzaría su poder y desprotegería aún más a las víctimas, resignifica simbólicamente esa candidatura como un premio a la degradación y la agresión sexual contra las mujeres y las niñas. Esto es inadmisible. El mensaje simbólico de la impunidad ante la violación y el feminicidio es el desprecio consentido socialmente a la vida y la dignidad de las mujeres. Pero hay algo más grave en este caso: la indiferencia ante las acusaciones de violación de varias mujeres muestra una desconfianza a la palabra de las víctimas que, bajo el recurso de la “presunción de inocencia”, siempre ha funcionado como defensa patriarcal de la violencia sexual contra las mujeres y las niñas.
El retroceso social y político de esa elección política significa una descalificación a décadas de lucha social de las mujeres por lograr un orden de igualdad y de justicia; postula como resultado real en el ámbito social un vertiginoso avance de la legitimación simbólica del patriarcado, y hace de la violencia machista una realidad todavía más omnipresente, que se anuncia para la existencia de las mujeres y finalmente de todas y todos, cada vez más intolerable…