A todas las mujeres que han sido violadas y no fueron escuchadas… Y también a quienes desconocen la infortunia… y aún conservan su prístina alegría
Desde hace varios años he tenido el propósito de escribir acerca de mi experiencia personal como víctima (sobreviviente, se prefiere decir hoy) de una agresión sexual, pero por diversas circunstancias no lo había hecho. Seguramente porque esas circunstancias están acompañadas de un dolor que dificulta tener que recordar un hecho que se cree (o se quiere) superado. Probablemente, como he justificado ante mí misma, porque mis intenciones han sido desviadas por un permanente exceso de trabajo; por el hábito profesional de preferir pensar en términos abstractos el trasfondo de mi propia experiencia; o bien, debido a la personal urgencia de comprender la opresión femenina desde la profunda claridad teórico-conceptual de las propias mujeres.
Lo cierto es que esas múltiples circunstancias no son, posiblemente, más que estratagemas personales que permiten suavizar el dolor experimentado hace cuarenta años. La presencia tortuosa de ese evento, sin embargo, sigue tan viva en mí como una herida abierta que sangra cada día. Después de comentarlo sin entrar en detalles a unas cuantas personas, nunca lo hablé con nadie en muchos años. No recibí terapia ni intenté conjurarlo de otra forma que a través de mi compromiso feminista. Compromiso que a veces me vuelve intolerante y otras veces nerviosa, temerosa. Nunca volví a llorar hasta que un día (quince años después) me sorprendí a mí misma presentándome ante un grupo de desconocidos como mujer violada. Me escuché desdoblada, diciendo algo que en ese momento no sabía que aún me torturaba.
Fue 20 años después del inhumano evento, cuando ví por primera vez a una mujer violada, que pude llorar mi propia violación. Después de entrar a su cuarto y ver su fragilidad de adolecente hecha un bulto pequeño, con moretones en el cuello y como un cuerpo sin alma, llegué a mi casa y lloré durante quince días sin poder detenerme. Todavía tengo impreso su recuerdo en mi mente y la obstrucción de su dolor en mi pecho. Destrozada, vacía, sin emitir sonido, era capaz de hacer sentir la profunda tragedia por la que aún seguía pasando. Todavía puedo reconocer esa experiencia soterrada cuando conozco a una mujer violada. No sólo es su mirada, su andar y su postura… Las mujeres violadas proyectan un vacío que te traspasa el alma. No es necesario hablar, ambas sabemos cuando nos miramos lo que nuestra expresión esconde a través de sonrisas, diálogos y silencios compartidos…
La existencia de quienes han pasado por una violación se hace difusa para nosotras mismas. La huella de la angustia, el desconcierto, el miedo, la sensación de culpa no se acaban, no se disuelven nunca. Rechina en el cerebro el sonido sordo de lo absurdo penetrando en el cuerpo. Hace poco escuché conmovida el testimonio de Nath Campos, violada por el youtuber Rix, averigüé horrorizada el relato de Basilia Castañeda, violada por Felix Salgado Macedonio, admiré la sabia indignación de Itzel Schnaas, violentada por Andrés Roemer, y reviví con ello tramos de mi propia aflicción, que había olvidado. La increíble similitud de sus historias con mi propia experiencia, la filiación con ellas, mi majestad ante su fortaleza, me dotan de la fuerza para escribir sobre este tema.
Me inspiran la valentía de estas tres jóvenes y su admirable voluntad de cambiar el mundo. Sin embargo, yo sigo prefiriendo guardar muchas aclaraciones que, de ser reveladas, le darían cierta inaceptable celebridad al victimario. Una vez decidida, insospechadamente recordé cuando las escuchaba incidentes similares que, en la candidez de mis diecinueve años, no supe traducir ni compartir con alguien. Después de haber guardado durante largos años, lustros, décadas, la avergonzada historia, hoy quiero sacudir los trapos sucios de mis emociones y compartir el pasmo de haber sido violada, para honrar el valor, la integridad y la sabiduría de estas mujeres admirables que con su actitud me enseñan cosas que a mi edad debería enseñarles yo a ellas. Como Nath Campos, yo también “sé que no es mi culpa”, sin embargo nunca pude contárselo a mis padres. También “me daba miedo lastimarlos”. Ella finalmente lo hizo, aunque, como yo siento todavía, afirma: “me sentía estúpidamente débil […] hoy entiendo que es parte de un proceso”.
Algunos de los efectos más nocivos del agravio sexual violento sobre el cuerpo son el asco, la vergüenza y el sentimiento permanente de vulnerabilidad, una grieta profunda que nunca cicatriza. Como recuerda Nath: “Me daba mucha pena decirle a mi familia, me daba mucha pena decirle a mi hermano, me daba mucha pena decirle a mis papás y me daba mucha pena decirle a mis abuelos, me hacía sentir muy débil […] me sé cuidar sola, he sido independiente desde hace muchos años […] me siento una persona fuerte en muchos casos y esto no me hacía sentir fuerte. Me hacía sentir muy débil y no quería que me vieran así”.
Al enfrentarse a su propio pasado, varios años después, venciendo la incomodidad que expresaba su rostro y su timbre de voz, resistiendo la tendencia a explicar cada pormenor (“me desvío mucho y no me quiero desviar” y “otra vez me estoy adelantando”), la gallarda youtuber tuvo el valor de enfrentarse a los hechos y describir con lujo de detalle, cara a cara, a través de un video que pone en evidencia la amenaza feroz de la indiferencia aparente que rodea el episodio, el minucioso relato que le permite en parte superar el sufrimiento con la dignidad de sus sueños, en espera de ser recuperados.
Yo no he podido hacerlo. El entorno social es doblemente cruel con las mujeres agredidas sexualmente, y esto era más difícil hace cuarenta años. No obstante, hoy como ayer, el mayor riesgo de hablar de tu experiencia de violación es que cualquiera puede opinar y poner en duda tus sentimientos, como le ocurrió a Nath y a muchas mujeres que han sido cuestionadas en razón de las circunstancias. Como si andar sola, de noche, con cierta vestimenta, haber tomado, no haber sido capaz de prever el comportamiento ajeno, fueran mayor ultraje que el acto de violencia.
Afortunadamente mi vida continuó un tiempo por caminos de encuentros más alegres que me permitieron sentir que lo había superado, aunque hoy que lo repaso me doy cuenta que el daño me convirtió en mi propia víctima y en mi propio verdugo. Enemiga de mí misma ante la atroz reminiscencia, no encuentro las palabras, más allá de un sentimiento oscuro, indescriptible, tan destructivo como el hecho mismo, como la sensación de volver a caer inevitablemente en el abismo… Nath Campos venció ese sentimiento. Sin embargo, también ella rememora con un dolor idéntico: “las personas más importantes en mi círculo me juzgaron y me vieron como que no fuera algo importante, y me hizo sentir muy estúpida, y me hizo sentir estúpidamente culpable, de haberme puesto en una situación así”.
La pertinaz indiferencia de amistades que conocen el caso por las propias palabras de las víctimas reenvía a las agraviadas un mensaje de culpabilización, de auto-culpabilización o de minimización, irrelevancia o insignificancia. Como recuerda Nath, “una persona me dijo, está de la chingada, me platicó una experiencia similar que vivió y me dio a entender que así era la vida”. Tal vez sea el pasmo de no saber qué decir. Nath recuerda: “una de mis amigas inclusive hizo un chiste al respecto, como burlándose de la situación”. Reconoce además que sus amistades y las personas a quienes les contó el hecho no sabían como reaccionar: “definitivamente no culpo a nadie por no saber cómo reaccionar, yo tampoco supe cómo reaccionar en ningún momento, todavía no sé bien cómo reaccionar ante muchas cosas que pasan alrededor de esto”, dice con su mirada de perplejidad. En su búsqueda exahustiva de respuestas el silencio de muchas la llevó a confundirse: “me hizo pensar que no era tan importante”. Negando el peso emocional intentaba bloquearlo: “decidí enterrarlo”, dice.
El desconcierto ante el gran absurdo le llevó a sostener: “No sé si quiero que me conozcan por esto, no sé si quiero hablar de esto públicamente […] mis amigos no me escucharon […] como que lo recibieron y […] lo almacenaron. Y, no sé, una parte de mí digo […] ok, si las personas cercanas a mí lo ven como algo tan tranquilo y tan normal, ¿por qué el mundo lo vería distinto? […] sólo, no quiero volver a verlo [al violador] en mi vida”… Desafortunadamente la convivencia obligada con el agresor es otro rasgo del suceso que comparto con Nath. Yo también tuve que soportar la presencia del violador en cada ocasión que pudo y quiso hacer ostentación de su aparente poder, haciendo gala junto a mí de todas “sus relaciones” políticas y personales.
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Tuve que hablar del hecho, finalmente, cuando después de veintiún años me atreví a salir del cubículo universitario para ocupar un cargo público. Sobrellevé su acoso constante durante los seis años que duró mi encomienda. Posteriormente hubo otras agresiones (tocamientos zoeces a mi cuerpo) aprovechando inevitables aglomeraciones. Y, de la misma manera que le ocurrió a Nath, a quien se lo conté como medida de protección a partir de entonces también me ignoró, casi exactamente como lo cuenta ella: “era una persona que estaba en una posición de poder ayudarme, de poder hacer algo, que pensé poder acercarme con esto y que podía ayudarme”. En mi caso, también hubo inclusive quien me ofreció su apoyo y después no cumplió.
Pero además hubo —y debo registrarlo (como también lo hace Nath)— valiosas excepciones solidarias de mujeres y hombres que hubieron de interferir (a veces con su propio cuerpo) la cercanía que mi agresor buscaba con el pretexto de mis actividades públicas. Les recuerdo desde mi corazón, ellas y ellos saben quiénes son. Esto es precisamente lo que no había encontrado Basilia Castañeda, cuyo agravio continuado hasta la fecha nos demuestra la crudeza del pacto patriarcal.
Sin conocer a nadie y sin dinero Basilia llegó a la terminal de autobuses de Acapulco. Venía de un lugar remoto y marginado sin conocer siquiera la capital del estado cuando se encontró con “el monstruo”, como ella llama a su agresor. Según notas periodísticas, en Guerrero Félix Salgado era conocido como “el señor de los table dance” por su protección a prostíbulos y redes de pederastia que operaban en Acapulco cuando era Presidente Municipal. La violación a Basilia ocurrió hace 22 años, ella recuerda con precisión la fecha. Los terribles estragos subjetivos y la tortura personal del acto bestial y del procedimiento de justicia para quien denuncia son descritos por ella con lucidez y serenidad: “Para mi era, era como que ¿qué va a decir la gente? O qué va a decir”.
A la pregunta de por qué no había hablado antes responde: “no es cuando yo quisiera, es cuando yo pueda, o sea, cuando yo pudiera hablar, porque yo no, yo no podía hablar de este tema”. Ahora, como entonces, no hay cicatriz, la herida está siempre abierta. “A mi me ha jodido la vida”, expresa Basilia en su desolación. ¿Le sigue doliendo esa violación? Le pregunta el periodista Ricardo Rocha, y ella responde: “Como si fuera el primer día…, como si fuera el primer día yo, no lo olvido… Por eso le digo yo, aunque pasen cien años y mientras pueda hablar, seguiré diciendo lo mismo. Porque él, él… no sé cómo pueden hacer este tipo de cosas, y olvidarlo. No se ponen a pensar, que uno está… cada día de su vida… No puedes ser feliz con nada ni con nadie porque, porque estás lastimado. Te denigran, te hacen sentir como basura… Y eso fue lo que me hizo sentir ese señor…”.
Disuadida por el poder político y económico del violador —el fuero y el control que le otorgan los cargos públicos que permanentemente ha tenido durante años— y por su propia situación de indefensión (tenía 17 años cuando la violenta agresión ocurrió), después de dos años Basilia se atrevió a denunciar pero no le hicieron ningún caso: “cuando yo intenté denunciar fue dos años después y nadie me hizo caso, en Técpan de Galeana, yo fui sola. Será porque me vieron sola, será porque me vieron humilde. Me dijeron, esta persona es muy, muy importante, muy, muy poderosa… Tú que vas a hacer niña, vete a tu casa con tu familia y quédate tranquila”. Tampoco yo denuncié. No lo hice porque nunca tuve el valor tan necesario del que muchas jovencitas hacen gala hoy. Sabía desde entonces, como lo ejemplifica el caso de Basilia, que yo tenía más que perder: el descrédito, el estigma frente a la impunidad del delito menos denunciado y menos castigado de la historia.
Quién pensaría que más de cuarenta años después seguirían las cosas igual. Ahora Basilia ha intentado volver a denunciarlo con una confianza renovada en el nuevo gobierno federal, pero la situación jurídica se le plantea aún más difícil, ya que la fiscalía de Guerrero afirma que el delito ha prescrito. “Esperaba que me hicieran caso”, dice con estoicismo y solidez la mujer de treinta y nueve años que ha intentado desde hace mucho tiempo ser escuchada. Hace veintidós años, rememora Basilia: “Me fui, y ya no volví a hablar del tema, hasta ahora que lo veo que anda, pues… como un personaje así, que quiere que todo mundo… y me dicen que va a venir a mi pueblo, y ahí es donde yo digo NO. Yo no puedo permitir esto. Me doy cuenta de que hay una muchacha que lo acusa de violación también en el 2016, y eso me da más, más valor de hacer lo que estoy haciendo ahora”.
En mi propio caso fue hace casi el doble de tiempo, pero si mi violador fuera ahora impulsado para ser gobernador, yo también presentaría una denuncia y haría todo lo posible para que se supiera lo que mi verdugo hizo, para que no llegara a ocupar ningún cargo. Sé que no prosperaría la denuncia pero no vacilaría en hablar de todo ello. En el proceso legal actual, Basilia se ha topado nuevamente con influyentismo, simulación y revictimización. “Me tienen muy decepcionada”, dice después de que la comisión de honor y justicia de MORENA todavía no resuelve nada en torno a las acusaciones, pero él ya fue nombrado candidato al gobierno de Guerrero.
Hace unas semanas escribí un artículo en el que cuestioné el vínculo de Morena con uno de los lastres más pertinaces de nuestra dolida sociedad mexicana: el machismo. En ese escrito señalé la similitud de la defensa de Félix Salgado Macedonio (y la que todavía mantienen los priístas hacia Cuahutémoc Gutiérrrez de la Torre) con la que en su momento hicieron de Mario Marín. Tal vez en el peor de los casos sea igual que en ese vergonzoso trámite y dentro de quince años encontremos una feliz resolución. Ojalá que no sea tan larga la espera. Estoy convencida de que si seguimos luchando, si no dejamos sola a Basilia, lograremos el milagro de una justicia plena para ella hoy. “El apoyo lo es todo”, como asegura Nath después de su tortuoso proceso.
La violación es uno de los actos más monstruosos que muchas mujeres, más de las que quisiéramos, conocen. La duda, como siempre, se coloca sobre la víctima, nunca sobre el victimario. Pero el fuerte repudio, cada vez más intenso y generalizado contra ese acto repugante, acerca irremediablemente a muchas mujeres a trabajar por quienes todavía son capaces de disfrutar la vida. El cuerpo amoroso de estas otras, su acogedora sonrisa y hasta la dureza (a veces) de su mirar con inocencia son un elixir revitalizante que nos permite recuperar un poco la perdida energía de nuestro cuerpo exiguo. Tal vez el feminismo renovado de los nuevos tiempos nos aporte el favor de la justicia para las mujeres, que tanta falta hace hoy. Seguramente las jóvenes de este siglo tendrán la decisión que a las de mi generación no nos alcanzó.
Debido probablemente al notable crecimiento del movimiento feminista —que hace de las mujeres jóvenes heroínas que cotidianamente enfrentan al enemigo de la violencia patriarcal— Itzel Schnaas, reconocida bailarina profesional, documentó públicamente a través de otro vidéo que fue violentada sexualmente por Andrés Roemer, un personaje influyente en la cultura y la política mexicana. Su lóbrega experiencia y la indignada narración que hace muestra las sutilezas del patriarcado, desenmascaradas por ella con la frase: “No hay violencias menores”. Su postura furiosa aunque precisa en la defensa legítima de su honor es capaz de exhibir cómo el abuso patriarcal está por encima de cualquier poder. Contando con el respaldo de personajes poderosos del ámbito empresarial, como Televisión Azteca (específicamente el “Grupo Salinas”), y a pesar de ser una persona perteneciente a una clase social muy diferente de la de Basilia, Itzel ha sido víctima del ánimo displicente y obsceno de un personaje privilegiado del poder económico y cultural.
El agresor de este caso se dice (como muchos) perseguido por enemigos personales y se atreve a presentarse como un supuesto aliado del feminismo, a pesar de haber intentado en una entrevista de trabajo desahogar sus bajos instintos con una joven que sólo esperaba respeto y profesionalismo. Desconociendo la condición humana de las mujeres, como si estas debieran estar permanentemente dispuestas a los requerimientos sexuales de cualquier varón, el acosador le pidió que se vieran en su casa para después, bajo el disfraz de un asunto laboral, hostigarla sexualmente.
Sujetos poderosos como el referido llegan a ostentar cargos importantes de poder a nivel nacional e internacional, para ejercer su nefasto dominio desde allí. Itzel demuestra en su preciso alegato cómo el tabú del pudor y la normalización de la desigualdad juegan un papel importante en la práctica del abuso sexual. En el silencio o silenciamiento de la víctima radica la clave de su prevalencia. Posteriomente otras mujeres (más de diez) se han atrevido a dar a conocer experiencias similares con la misma persona que llegó a ser representante mexicano ante la UNESCO, precisamente por una afamada imagen de honorabilidad que hoy se derrumba.
La descripción sororal (de hermandad entre las mujeres) de Itzel insiste en compartir el valor que tiene creer en la propia intuición para evitar agravios. Uno de los principales mensajes de su legítima y exaltada disertación es creer que si algo no te gusta o te molesta debes atenderlo: “la intuición es una especie de ti misma que te habla desde el futuro” asegura. Itzel da cuenta, sin embargo, de cómo las mujeres nos hemos acostumbrado a soportar una cierta dosis de acoso que nos repugna pero que toleramos, porque parece inevitable: “Desde que lo conocí me sentí incómoda. Y aquí voy a decir algo terrible, que es que, a pesar de que te incomoda una presencia, has aprendido a sobrellevar esas situaciones, sabes como lidiar con esa situación, entonces pues simplemente vas ahí medio por la tangente, es terrible que yo diga esto, pero you really know how to deal [de verdad sabes cómo manejar… a] quien constantemente te está incomodando, pero sabes que el trabajo viene por ahí”.
Sin embargo, en algunos momentos reconoce el error que representa aceptar lo que hoy sabemos muy bien que no deseamos y que, por tanto, tener que soportarlo está muy mal: “Cabe decir que a la distancia me miro a mí misma muchísimo más estúpida de lo que pude mirarlo a él aquel entonces”. La decisión de Itzel, como la de Nath y la de Basilia, de denunciar públicamente los agravios es encomiable: “No me van a callar, a menos que me maten”, dice la guerrerense sin arredrarse ante el poder de la ignominia que encarna la figura y la férrea defensa que hacen del violador algunos personajes públicos. No importa que el respaldo de un partido que ofrecía no traicionar nos haya traicionado, el agravio cómplice del respaldo de los poderosos es muy pequeño si se mide con la grandeza de la integridad de Basilia.
Tanto Basilia como Nath presentaron su caso ante la fiscalía, como Itzel lo hizo ante instancias internas del grupo empresarial referido. A pesar de saber que es muy poco probable que se castigue a su violador, Nath se siente orgullosa de sí misma y recomienda: “si viven algo similar a esto denuncien, me hubiera gustado hacerlo hace muchos años […] me siento muy contenta de haberlo hecho, me siento distinta […] siento que nunca me había sentido tan fuerte en mi vida”. Basilia, por el contrario, se siente vulnerada en su derecho más esencial: la justicia de la propiedad de su cuerpo y de su alma, porque como lo sabe perfectamente Itzel y ahora tambien Nah: “el consentimiento lo es todo”.
Los tres casos descritos me han enseñado mucho, me hablan de fortaleza, claridad, amor propio y orgullo, productos de la lucha y de las transformaciones de un pasado reciente, oscuro, cruento, sucio (que yo no he superado) y de un futuro abierto, luminoso, capaz de derrotar las ignominias y ofrecer a las nuevas existencias una plena justicia, un sino bendecido, limpiado con lágrimas de rabia y secado con una fuente inagotable de compasión y perdón que sólo a nosotras mismas nos debemos.
La convicción de las mujeres de esta generación es asombrosa. Por ello expreso mi reconocimiento, mi amor y mi respeto a estos tres ejemplos de grandeza, y un profundo agradecimiento por haberme dado la fuerza para escribir este texto esperando que la justicia que no fue para mí pueda ser para ellas y para quienes aún no se atreven a denunciar, como lo articula Nath Campos en una bella expresión de su dignidad recuperada: “Cuando fui a la marcha del año pasado, del 8 de marzo, fue cuando decidí que tenía que enfrentar esta situación. Las cosas que gritaban las mujeres en la marcha, las pancartas que veía en la marcha, las cosas que veía pegadas en la pared me movieron mucho, me dieron mucha fuerza, me dieron mucha, no sé, como que, me empoderaron mucho, es tal cual la sensación que puedo describir […] los letreros que había visto, las cosas que había escuchado, me dieron ganas de hablarlo, de que la gente supiera que había vivido esto, que sabía de otras personas que habían vivido esto con él y que tal vez mi historia podía causar este efecto que tuvieron esos letreros en mí, con alguien más”…
La tumultuosa marcha del 8 de marzo de 2020 sacudió el añejo temor de miles de mujeres y lo volvió temblor de los idiotas que hace cuarenta años sonreían burlones ante una lucha de muy pocas mujeres que, a sus ojos de machos, era irrelevante. Para mí representó la reivindicación inconcebible de muchos días de esfuerzo, la cercana promesa de culminación de múltiples batallas transcurridas entre manifestaciones, libros y celebraciones felices de una crítica cada vez más compartida. El entusiasmo estremeció y unió los corazones de mujeres de todo el mundo a través de la rabia y la creatividad, algo que apenas podíamos haber presentido hace más de cuatro décadas, cuando el riesgo de ser feminista se reducía a soportar las burlas de unos cretinos. Finalmente, la huella que han dejado en mí las historias contadas (junto a muchas otras aciagas experiencias vividas) es superior al impacto atroz del acto cruento que finalmente, gracias al nivel de conciencia adquirida, me permitió llegar a ser lo que soy.
Agradezco al destino la grandiosa oportunidad de haber estado en esa marcha de amor de la mano de mi hija, la valiente mujer que diariamente me ayuda a descongelar mi corazón y soportar con cálida esperanza la glacial frialdad del patriarcado…