Francisco Lemus | Twitter: @PacoJLemus
A todos nos encantaría que el mundo fuera sencillo de explicar, tanto nos encanta esto que solemos dejarnos seducir con mucha facilidad por aquellas posturas o -peor aún- personas que nos ofrecen una lectura simple del mundo, la cual siempre viene acompañada de una solución igual de simple. Desafortunadamente, el mundo y sus problemas son altamente complejos.
Para quienes, como quien escribe estas líneas, crecieron en un paradigma de izquierda es cómodo caer en el maniqueísmo, los burgueses son malos y desalmados, los trabajadores son virtuosos y benignos por naturaleza; se puede banalizar aún más, ricos vs pobres, fifís vs chairos, lo que ustedes gusten, la simplicidad explicando al mundo otorga cierta paz.
Sin embargo, la realidad no se cansa de echar abajo nuestros modelos. Sí, hay trabajadores que tienen ciertos intereses de clase, pero entonces aparecen trabajadores migrantes, con los mismos intereses, pero que entran en conflicto con los trabajadores locales.
En los países desarrollados como Reino Unido o Estados Unidos este tipo de disputas han fragmentado a las clases sociales. La izquierda de estos países ha sucumbido abiertamente ante el modelo neoliberal, pero trata de mantener una imagen contestataria, apoyan a (algunos) migrantes y el multiculturalismo, pero ante todo apoyan la acumulación de capital.
Estas izquierdas del primer mundo apoyan a las minorías, reconocen -hasta donde les es conveniente- los derechos de los migrantes, respetan a la diversidad sexual y los diversos géneros, se muestran abiertos a las distintas manifestaciones culturales, étnicas y religiosas (todo con limitaciones siempre), pero se han olvidado de las clases sociales, y no ha sido accidental.
Por ello no es casual que hoy los obreros, o quienes solían serlo, se vean seducidos hoy por la retórica derechista, la que reconoce su clase y su cultura, solo por conveniencia, pero es algo que las izquierdas de esos países han dejado de hacer hace tiempo.
Después del 68 y con el agotamiento del gran proceso desarrollador de la posguerra, era innegable que las sociedades modernas buscaban una mayor libertad. México es un buen ejemplo de ello. Pero lo que se transformaría en un avance a la izquierda, acabó siendo capitalizado por los rancios intereses de aquellos capitalistas que tras la guerra debieron renunciar a parte de sus beneficios.
El neoliberalismo fue la salida a ello, con su bandera de libertad individual acabó engañando a la mayoría con el cuento de que la desigualdad estaba bien, porque hay quienes se esfuerzan más y quienes son simples conformistas, y no hay razón para que todos reciban lo mismo, menos aún si es un feo y autoritario gobierno el que parte y reparte.
Tras décadas de avances, de que los hijos tuvieran garantizada una mejor vida que la de sus padres, quién podría dudar de que era el momento de triunfar individualmente. Desafortunadamente ese falso espejismo de la individualidad también marcó a las luchas de izquierda, y así el no ser igual a los demás también se convirtió en una bandera digna de defenderse a ras de calle.
La desigualdad está hoy justificada por la diversidad, y desde luego el problema no es la diversidad y que tenga el respeto que por siglos o incluso milenios se le ha negado. El problema es el contexto neoliberal en que esto se presenta.
La economía sigue siendo el gran juez del mundo en el que vivimos, y ésta sigue marcando el papel que a cada uno nos corresponde representar, ser dueños de medios de producción o estar totalmente desprovisto de ellos. Ser parte de un viejo linaje que poco ha tenido que esforzarse para llevar una vida de lujos o ser parte de una familia que no alcanza a comer lo mínimo necesario.
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Reconocer a la diversidad es fundamental, así como defender nuestra individualidad, pero olvidarnos que el mundo sigue estando esencialmente dividido entre poseedores y desposeídos puede hacer que nos perdamos del bosque por mirar al árbol y sus ramas, hojas, corteza y todas esas cosas que lo hacen maravilloso, pero no lo único.