¿” Burla” hecha tradición? Te contamos sobre esta danza y todo el mito que rodea a la Danza de los viejitos
Morelia, Michoacán. – En el ámbito nacional, la Danza de los viejitos se ha posicionado como una representación iconográfica de “lo michoacano”, y para el turismo extranjero, de lo “mexicano”. A pesar de la creencia generalizada que la asume como un rito indígena típico, inclusive ancestral, investigaciones históricas comprueban que es un baile “burla” creado en el siglo XX.
El historiador Jorge Amós Martínez Ayala, académico de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en el artículo «Bailar para el turismo. La “Danza de los viejitos” de Jarácuaro como artesanía», señala que es un caso de apropiación patrimonial para la formación de identidades sociales y estereotipos culturales.
Aunque es presentada como prehispánica, se trata de una creación artística surgida para ganar concursos convocados por el Estado, con la finalidad de atraer turistas.
Martínez Ayala relata que los antecedentes más tempranos sitúan su origen en Cucuchucho, Jarácuaro o Santa Fe de la Laguna, a partir de un modelo local, puesto que sí existía previamente una práctica purépecha asociada al ciclo de la Navidad, de los tharé uarháricha, quienes recorrían las calles de los pueblos, estableciendo diálogos divertidos con la gente para obtener alguna gratificación en especie: fruta, pan, atole… pero sin un baile definido.
Fue hasta 1927 que se formó el primer grupo de la “Danza de viejitos” de Jarácuaro, acompañado por la orquesta de cuerdas de Gervasio López. Veinte años después, su acompañamiento musical constaba de dos violines y una jarana. Se distribuía en dos líneas paralelas frente ante la imagen del Santo Niño, y los participantes la hacían para cumplir mandas.
Con base en la temporalidad y el contexto del surgimiento, Jorge Amós afirma que es probable que sea producto de las misiones culturales de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en la región lacustre, las cuales estaban a cargo de maestros misioneros que debían hacer registros de la cultura local.
Luego, en 1937 se presentó una coreografía por un grupo de Cucuchucho en el Palacio de Bellas Artes, en un evento de exhibición de danzas “tradicionales” organizado por la SEP, aunque en el programa decía que provenía de Pátzcuaro.
Desde entonces se ha vinculado al turismo y a la política estatal de atracción de visitantes, a través de concursos artísticos que sirven de espectáculo. En consecuencia, dice el especialista nicolaita, la transformación de la práctica cultural purhépecha en objeto de consumo incidió en los usos y las funciones de cada uno de los elementos de parafernalia.
Jarácuaro, antigua isla convertida en península por la desecación del lago de Pátzcuaro, no atrae a turistas de fin de semana, así que sus pobladores deciden llevarle su baile a otros escenarios.
Las máscaras son una herramienta de asombro, representaciones atractivas y caricaturescas de ancianos sonrientes, blancos y occidentales. Cumplen la función de ocultar los rostros jóvenes, morenos e indígenas de sus portadores, para sorprender a la audiencia cuando las levantan, llegando al clímax de la función.
En lugar de los sarapes multicolores que llevan, tejidos con hilos sintéticos, solían usar gabanes del color natural de uso cotidiano; a los sombreros les agregaron los listones que adornan en forma radial; los pantalones y camisas no estaban bordados; además, los zapatos de baqueta y huaraches de canasta fueron modificados con suelas de madera, hechas de tabla, para que resuenen sobre diversas superficies.
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Perdió su sentido ritual para volverse parodia: exagera los movimientos de los ancianos, la postura encorvada con la cintura doblada, y aumenta la repetición y fuerza de los zapateados, al son de tríos de violín, vihuela y bajo, en burla a los conquistadores y patrones españoles.