Las recientes declaraciones de la actual Secretaria de Gobernación acerca del feminicidio de una médica en el estado de Chiapas contrastan con su actuación pasada como Ministra de la SCJN. La indignación expresada por Olga Sánchez, debido a la negligencia y un ejercicio deficiente de atención inmediata, ante la situación de acoso que terminó en la muerte de la médica, resultan cuando menos sospechosamente huecas en labios de quien tuvo en sus manos la brillante y desdeñada oportunidad de juzgar al exgobernador de Puebla, Mario Marín. El oscuro personaje (irónicamente llamado “gober precioso”) que promovió durante su gestión como máxima autoridad de su estado actos de tortura sobre una periodista —quien en 2004 se atrevió a cuestionar en su libro, Los demonios del edén, una red de trata y violación de niñas y de niños, en la que participaban personajes muy conocidos de la vida nacional— ilustra claramente el grado de complicidad entre los más altos niveles del poder con la delincuencia más obscena.
El machismo es una ideología compartida por un gran número de personas que defiende intereses de poder no sólo político sino también económico. Esta vinculación entre el poder económico y político se reconoce claramente. Pero en los abusos de los poderosos también existe un factor que no se reconoce: la alianza patriarcal que conforma el tercer pilar de su ejercicio impune. Por ello el presidente se equivoca cuando desconoce la estrecha relación que funde el patriarcado con el poder político, económico y social. La corrupción, como gusta de repetir frecuentemente nuestro presidente, es el lastre más corrosivo de la justicia que obstaculiza la posibilidad de cualquier forma de progreso social. Pero la fuerza moral que puede legitimar el cuestionamiento a un orden represor, cuyos abusos son innumerables, se fractura cuando ignora y a veces justifica las injusticias que avasallan al pueblo. Pueblo compuesto, no olvidemos, de más del cincuenta por ciento por mujeres que, en un gran número, se muestran hoy dispuestas a enfrentar —con una voluntad a toda prueba— la impunidad que durante décadas alimentó el régimen.
Desafortunadamente, a pesar de las promesas de cambio, las injusticias cínicamente defendidas y hasta promovidas por el orden gubernamental anterior aún prevalecen. Y si no se identifica la profunda liga de la misoginia con la dominación material y simbólica que sostiene, la posibilidad de salvación económica y moral que se pretende resultará inviable. La lucha contra la corrupción resulta inútil si no se reconoce el papel esencial que cumple la misoginia en su ejercicio, y si no se comprende la articulación de las esferas que la refuerzan. ¿Qué corrupción es mayor que la corrupción moral de una conciencia acrítica ante la desigualdad entre hombres y mujeres? En un siglo como éste en el que el reconocimiento de la dignidad humana de las mujeres es irreversible, resulta inconcebible que los representantes más altos del poder nacional no reconozcan (a veces siquiera discursivamente) el valor infinito de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
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No se trata simplemente de que a los hombres poderosos se les permita ejercer su voluntad, incluso sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres, como si dicho ejercicio fuera un simple derivado del poder, sólo un capricho inocuo. El patriarcado se sostiene precisamente en ese tipo de caprichos típicamente masculinos, debido a que la valoración social de tales actos es compartida por un amplio número de integrantes de la sociedad, que aspiran a ejercerlos. Por su parte, el poder patriarcal resulta indescifrable si no se considera el grado de misoginia que satura las relaciones entre varones en las más altas esferas del poder económico y político, salpicando los niveles más elementales de la interacción social. El dominio sexual se ha sostenido siempre en una alianza implícita y explícita de las autoridades de cualquier tipo con los valores dominantes, entre los que se incluye el (dis)valor de la desigualdad entre hombres y mujeres, y este es incluso el factor de articulación más resistente de toda forma de poder social.
Dos meses antes de haber sido encontrada muerta en la clínica donde prestaba su servicio social, Mariana Sánchez Dávalos denunció ante autoridades universitarias responsables de su seguridad el acoso sexual que sufría por parte de otro médico. Su queja fue ignorada por quienes están obligados, legal y moralmente, a proveer a las víctimas de agresiones sexuales el acompañamiento necesario ante las instancias gubernamentales encargadas de impartir justicia. En este momento, una vez involucrado el gobierno federal, se ha destituido sólo a dos mujeres, de todos los que participaron en el juego generalizado de la impunidad.
Por otra parte, que algunas mujeres han llegado a participar activamente de la opresión patriarcal es evidente. Las migajas de una participación de mujeres en el poder gubernamental ejemplifican lo inútil o pernicioso del poder, cuando quienes lo ejercen no comparten anhelos de justicia. Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, el ominoso líder del PRI-DF —llamado el rey de la basura por enriquecimiento ilimitado a través del control de los “pepenadores” en el negocio de recolección de desechos— acusado en 2014 de mantener una red de prostitución, y su ayudante Sandra Vaca, señalada como reclutadora y quien después de obtener una diputación local postulada por el PRI hoy se vuelve a postular para un escaño en un nivel más alto, lo demuestran.
Las víctimas de ese caso, muchas otras mujeres martirizadas por el acoso sexual y la violencia feminicida como Mariana Sánchez Dávalos, y quienes no se han rendido en la lucha contra el machismo como Lydia Cacho Ribeiro, se han encontrado inermes ante el poder político, económico y social de sus torturadores y asesinos, quienes generalmente cuentan con la complicidad de personas de ambos sexos. Los abusadores de mujeres han vivido amparados en la complicidad social de una ideología compartida, que defiende el statu quo y que también encuentra complacencia en los agentes gubernamentales oficiales responsables de administrar y de aplicar justicia.
Lo peor es que Morena intenta continuar con esos vicios en el ejercicio del poder al que todos los partidos han sabido adaptarse. La insólita candidatura al gobierno de Guerrero de Félix Salgado Macedonio, quien ha sido acusado de violación por algunas mujeres desde hace varios años, parece incontenible, aunque el costo de esa decisión que intenta ignorar las múltiples impugnaciones ciudadanas sea el descrédito de la cuarta transformación. Morena parece premiar la misoginia, haciendo evidente con su imposición la incongruencia de un partido en el que han creído muchas personas. La reforma moral que pretende el gobierno debe incluir el combate al machismo: una de las peores formas de corrupción de la conciencia. La alternativa de una plena transformación del país está en el aire, y más de la mitad de la ciudadanía tiene la alternativa de perderla o lograrla.
Para el próximo proceso electoral los partidos políticos no deben olvidar que las mujeres, y esto lo sabemos muy bien las feministas, no tenemos nada que perder. Sólo jugamos a ganar en la medida en que nunca hemos tenido nada, al no ser dueñas ni siquiera de nuestro propio cuerpo. Esta es la razón por la que el movimiento feminista, una vez alcanzado el punto límite de tolerancia y resistencia ante el poder impune de Estados feminicidas, ha dado muestras de una potencia sorprendente.