Cuando el entonces presidente electo Donald Trump dijo en Twitter, a principios de enero, que una prueba norcoreana de un misil balístico intercontinental capaz de llegar a Estados Unidos “¡no sucederá!”, había dos cosas que no tomó en cuenta: qué tan cerca estaba Kim Jong-un, el dirigente norcoreano, de lograr ese objetivo y cuán limitadas son las opciones de cualquier presidente para detenerlo.
Los siguientes seis meses han sido una brutal educación para Trump. Con el lanzamiento el 4 de julio de lo que el Pentágono confirmó que era un misil balístico intercontinental de Corea del Norte, ese país ahora tiene un mayor alcance. Los expertos dijeron que los norcoreanos habían cruzado el umbral –aunque solo fuera por poco– con un misil que, potencialmente, podría impactar en Alaska.
Durante años, los misiles de medio alcance de Corea del Norte han podido llegar a Corea del Sur y Japón con facilidad, y los funcionarios estadounidenses de inteligencia creen que son capaces de transportar ojivas nucleares. Sin embargo, esta última prueba sugiere que Estados Unidos ya puede estar al alcance también.
Las repetidas pruebas de los misiles que ha hecho Kim indican que dentro de poco tiempo habrá una demostración más clara de que puede llegar a impactar al Estados Unidos continental, aun si todavía faltan algunos años para que pueda colocar una ojiva nuclear en sus misiles cada vez más potentes. Pero para Trump y su equipo de seguridad nacional, el hito técnico ya deja claro el dilema estratégico futuro.
El temor no es tanto el que Kim vaya a lanzar un ataque preventivo; eso sería suicida, y si el líder norcoreano de 33 años ha demostrado algo en los cinco años que lleva en el cargo, es que prima su supervivencia. Sin embargo, si Kim tiene la capacidad potencial para contraatacar, eso moldeará cada decisión que Trump y sus sucesores tomen sobre la defensa de los aliados de Estados Unidos en la región.
El martes, Rex W. Tillerson, el secretario de Estado de Trump, llamó a una “acción mundial” y a que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas “promulgue medidas más fuertes” en contra del gobierno de Corea del Norte en Pyongyang. Añadió que Estados Unidos consideraría que los países que proporcionen ayuda económica o militar a Corea del Norte están “ayudando y siendo cómplices de un régimen peligroso”.
Trump todavía tiene algo de tiempo para actuar. Lo que lograron los norcoreanos fue un avance, pero no una demostración vívida de su alcance nuclear. Tienen un misil que podría llegar a Alaska, pero no a Los Ángeles.
Quizá por eso es que Trump no ha trazado ninguna “línea roja” que no pueden cruzar los norcoreanos. Los asesores de Trump dicen que ven poco mérito en trazar líneas que podrían limitar las opciones y que preferirían hacer que Corea del Norte siga especulando.
Entonces, ¿cuáles son las opciones de Trump y cuáles son sus desventajas?
Está la contención clásica: limitar la capacidad del adversario para expandir su influencia, como hizo Estados Unidos en contra de un enemigo muchísimo más poderoso, la Unión Soviética. Sin embargo, eso no soluciona el problema; es solo una forma de vivir con él.
Podría intensificar las sanciones, reforzar la presencia naval estadounidense en la península coreana –“estamos enviando una armada”, alardeó en abril– y acelerar el ciberprograma estadounidense secreto para sabotear el lanzamiento de misiles. Sin embargo, si esa combinación de intimidación y maravilla de la técnica hubiera sido un éxito, Kim no habría realizado la prueba; a sabiendas de que conllevaría a más sanciones, más presión militar y más actividades encubiertas y, quizá, que persuadiría a China de que no tiene opción más que intervenir en forma más decisiva.
Trump también podría dar otro paso y amenazar con ataques militares preventivos si Estados Unidos detecta el lanzamiento inminente de un misil balístico intercontinental –quizás uno para demostrar el alcance potencial hasta la costa oeste estadounidense—. “Si Corea del Norte persiste en sus preparativos para el lanzamiento, Estados Unidos debería dejar claro, inmediatamente, su intención de atacar y destruir” el misil en su trayectoria, escribió en 2006 los exsecretarios de Defensa William Perry y Ash Carter.
Sin embargo, Perry admitió hace poco que “aunque uno piense que era una buena idea en ese momento”, y ahora parece que tiene dudas, “no es una buena idea hoy”. La razón es simple: en los años intermedios, Corea del Norte ha construido demasiados misiles, demasiado diversos, para hacer que los beneficios de un ataque como ese valgan el riesgo. Ha hecho pruebas con una nueva generación de misiles de combustible sólido, que pueden ocultarse fácilmente en las cuevas de las montañas y sacarse para un lanzamiento rápido.
Además, los norcoreanos todavía poseen su máxima arma de represalia: la artillería a lo largo del límite norte de la zona desmilitarizada con Corea del Sur que puede arrasar con Seúl, una ciudad de aproximadamente 10 millones de habitantes y uno de los centros económicos más importantes de Asia.
En resumen, es un riesgo por el cual los norcoreanos están apostando que ni siquiera Trump tomaría, con todo y sus amenazas. “Un conflicto en Corea del Norte”, dijo el actual secretario de Defensa Jim Mattis en el programa Face the Nation en mayo, “probablemente sería del peor tipo de pelea en la vida entera de la mayoría de las personas”.
Lo que lleva a la siguiente opción, de la cual habló el nuevo presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, cuando visitó a Trump en Washington a finales de junio: la negociación. Empezaría con el congelamiento de las pruebas nucleares y de los misiles de Corea del Norte a cambio de un acuerdo estadounidense para limitar o suspender los ejercicios militares con Corea del Sur. Xi ha exhortado desde hace mucho tiempo a adoptar ese enfoque.
Ese camino también conlleva riesgos. Esencialmente, se logra el objetivo norcoreano y chino de limitar la libertad de acción militar estadounidense en el Pacífico y, con el paso del tiempo, degrada el elemento disuasorio militar estadounidense-surcoreano.
No se puede decir que negociar con Corea del Norte sea una idea nueva: el expresidente Bill Clinton lo intentó en 1994, al igual que George W. Bush, en los dos últimos años de su mandato. Sin embargo, con el paso del tiempo ambos descubrieron que los acuerdos llegaron a su fin cuando los norcoreanos determinaron que los beneficios económicos eran limitados.
Más aún, una suspensión tan tardía —cuando se estima que Corea del Norte tiene entre 10 y 20 armas nucleares— reconoce básicamente que su modesto arsenal llegó para quedarse.
Tillerson dijo lo mismo cuando estuvo en Seúl a mediados de marzo y les dijo a los reporteros que probablemente rechazaría cualquier solución que englobara a “un conjunto integral de capacidades” en Corea del Norte. Desde entonces, ha suavizado sus declaraciones. Funcionarios gubernamentales sugieren ahora que una suspensión no sería una solución, sino una estación de paso para conseguir una península coreana sin armas nucleares; en otras palabras, un acuerdo por el cual Kim renunciaría a todas sus armas nucleares y misiles.
Sin embargo, ahora está claro que Kim no tiene ningún interés en renunciar al poder.
Cuando Kim mira al mundo, ve casos como el del coronel Muamar al Gadafi de Libia —un líder autoritario que dejó su programa nuclear naciente y fue depuesto con ayuda de Estados Unidos tan pronto como su pueblo se volteó en su contra—. Eso es lo que Kim cree que evitará su programa nuclear: un esfuerzo estadounidense para derrocarlo.
Podría tener razón.