Por: Rubí de María Gómez Campos
Platón creía que la maldad era producto de la estupidez. Si los seres humanos usaran su capacidad racional no existiría el mal. Según la filósofa del siglo XX Simone Weil, para quien la verdad y la moralidad son equivalentes, la falta es tanto “error” como “pecado”. Desde hace tiempo la bajeza de espíritu pulula en los espacios humanos del mundo público; se extiende más allá de los rincones en los que antes acechaba discretamente, y sorprende a quienes -ante el desconcierto que produce lo irracional- no atinan a reaccionar ante la ausencia de la mínima capacidad de corrección política, imprescindible en quienes nos gobiernan o abominablemente nos “representan”.
Cada vez es más frecuente escuchar en los medios un lenguaje soez. Tal vez desde aquel mítico día en que la crítica auténtica se trepó, desde los márgenes sociales, a la estructura tecnológica de un duopolio ascendente que simplemente duplicó el modelo decadente de un monopolio informativo sometido al poder en turno. Fue a través de la figura ambigua de un payaso arrabalero y vulgar como Televisa intenta representar la voz crítica de los mexicanos, mediante el escarnio de nobles merolicos cuya decencia y honor radican precisamente en lo contrario de lo que hace Brozo. Más allá de su contenido machista y homofóbico (oculto bajo el sentido homo-erótico que manifiesta), el valor del albur –ejercicio dialógico cuya estructura discursiva permite mantener simultáneamente dos niveles de significación- consiste en la finura de un doble sentido capaz de hacer reír sólo a personas agudas, “agusados”, y respetar el sensible oído de las y los “más inocentes”.
Seguramente ese modelo deformado de “crítica” -que se inclina ante el poder pero simula una actitud confrontativa, sin el menor refinamiento- ha contribuido a naturalizar el uso de un lenguaje poco apropiado en el espacio público por parte de políticos, intelectuales o artistas que, a pesar de su uso bárbaro de la lengua, se dan a sí mismos la autoridad, el permiso incomprensiblemente auto-otorgado de creerse moral y/o intelectualmente superiores al resto de la ciudadanía. El lenguaje utilizado por figuras de autoridad en el espacio público representa la manera de concebir y por ende el nivel desde el que se enfrentan los problemas sociales. La falta de respeto del lenguaje cernícalo, por ende, atenta contra la dignidad de una ciudadanía que intenta distinguir y superar las condiciones denigrantes de experiencias vigentes.
La renuncia al buen gusto o usar en el espacio público un lenguaje ordinario e insultante rebaja toda posible forma de convivencia social, a un nivel de abyección cultural cuyo riesgo es incalculable para la pervivencia de la política. La primera responsabilidad de funcionarios y representantes políticos y sociales es el respeto a la ciudadanía. Algunos no se han enterado, creen que se representan a sí mismos y se dan ínfulas de conocedores de temas sin haberse acercado a ellos ni a través de un folleto. La corrupción también se da cuando se aceptan cargos sin conocer del tema ni de la responsabilidad que estos conllevan. Pero lo peor no es la mera ignorancia y la petulancia juntas, sino además esa malicia que hace que usurpen la prerrogativa de limitar derechos de ciudadanía. Un diputado federal de Michoacán se atrevió a intentar “vetar” a especialistas, en la participación a foros que ellos mismos convocan con el fin de mostrar su “vocación democrática”.
Si tales “representantes” quieren verdaderamente deslindarse del entorno de inseguridad y violencia (homicida y feminicida) en que la sociedad mexicana continúa inmersa, no es aceptable asimilar el uso del lenguaje al mismo nivel cruento y abominable de aberrantes hechos. Tales discursos se sumergen en la indistinción de valores y producen una consecuente desorientación moral, ante la cual las expresiones lingüísticas precisas y correctas resultan fundamentales. Resulta imprescindible comprender que, si queremos superar la grave situación de deterioro que padece la figura universal de los derechos humanos en sociedades desiguales de filo autoritario, es imperiosa la exigencia de respeto a la integridad física, simbólica y moral de cada una y uno de los individuos; cuya ciudadanía no se la otorgan “generosamente” los políticos en turno; obligados más bien a respetarla y promoverla.
A los diputados y funcionarios, servidores públicos que se auto-conciben ejemplares aunque sus multitudinarios defectos ofendan la sensibilidad de cualquier gente consciente y decente (como debe entenderse la unidad de la inteligencia y la moral plantada por Simone Weil y Platón, a la que ambos añaden la sensibilidad o la belleza), no corresponde postularse como modelo de comportamiento para nadie. Nadie se los pidió, y menos hacerlo con vulgaridades. No les pagamos con nuestros impuestos para que vomiten ordinarieces misóginas (como hacía Perelló y continúa haciendo Paco Ignacio Taibo) ni para que ordenen hábitos de comportamiento que ellos mismos no tolerarían si el contenido de su ideología fuera el inverso. ¿Qué diría la diputada vegetariana si al llegar a su posición un ganadero ordenara que todos deben comer carne, y atribuyera una traición histórica a los veganos? No es el valor de verdad de los ofensivos asertos, sino la forma incivil y pertinencia de ellos desde el lugar de poder del enunciante, lo que está en juego.
La discusión pública sobre temas como la despenalización del aborto, el acoso escolar, laboral, callejero y la violación, el feminicidio, y otras formas de expresión de una desigualdad inadmisible en la era de los derechos humanos, es el aporte más reconocible que las feministas han logrado. Es necesario deliberar sobre estos temas. Pero debatir adecuadamente los valores que permitan restituir una cohesión social debilitada vuelve imperioso mantener espacios institucionales sanos, que protejan la frágil aspiración de democracia en la que nos movemos. El respeto verbal en cualquier tema es exigible, porque resulta imprescindible dialogar -sobre cualquier tema- desde un marco de respeto, que permita exponer y conocer las razones y el sentido de una nueva forma de concebir, significar y actuar en el contexto de transformación social que se propone. Aún más en torno a temas de derechos humanos, cuyo criterio principal es la igualdad y el respeto irrestricto a todas las personas. Y la verdadera igualdad es el respeto de las diferencias.
Los acuerdos internacionales en materia de derechos humanos establecen, para las y los funcionarios, la obligación de reparar el sistemático menoscabo a la dignidad de las mujeres. El desconocimiento de las leyes que derivan de dichos compromisos no justifica la expresión cretina y personalísima de opiniones contrarias al derecho. La Convención para la Eliminación de toda forma de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW) ha establecido límites, no sólo a la discriminación misógina de los servidores públicos, sino también, la obligación de promover la integración plena a la ciudadanía de las mujeres y sanciones a quienes atenten contra sus derechos humanos. El modo de hablar grotesco de cada quien en entornos privados no autoriza pues la falta de respeto en referencia a temas en los que, por su función, cada sujeto público debe, por responsabilidad, documentarse.
Si la ley fuera estricta, tendríamos que establecer que la ridícula y grosera expresión del diputado poblano malhablado no sólo generó polémica y condena social, el diputado cometió un delito. La irrespetuosa intromisión en la vida privada de las ciudadanas, la vulgaridad de la expresión lingüística y el autoritarismo misógino que subyace al intento de atribuir a las mujeres responsabilidad exclusiva en las tareas reproductivas, resulta moral y jurídicamente inadmisible.
Al tenor de la insolente pseudo-política a la que esos safios sujetos quieren acostumbrarnos, resulta ineludible responder que su agreste mensaje a las mujeres de: “cerrar las piernas”, sólo es equiparable a su contrario: la suma elegancia en la exigencia ciudadana que solicita atentamente que, antes de hablar, los diputados, se sirvan “conectar” su abrumado cerebro…