Nadie quedó, todos se fueron; se van todos los días, son y dejan de ser; como la sombra muda, hija oscura de la luz, perfecta réplica de la totalidad que proyecta, pero tan sorda e inútil como la negra luz de todas las estrellas.
La ruta de los pájaros parece más precisa; queda claro: no hay nada, todo se funde en un vaivén interminable de preguntas, respuestas, encuentros y adioses. Todo se muere y pare nuevamente.
Aún recuerdo la noche de mi muerte. Y es que, me muerto muchas veces. Muchas veces a lunas y lamentos, otras a libre entrega y voluntad suicida, pero otras, a traición apuñalada, a desprecios, a besos, a esperanzas; las más a versos, ahí, sí, me he dado atada.
Otras veces he muerto de vida, de vida, ¡sí! otras de paranoia, angustia, miedo, soledad, hambre, injusticia, amor… hasta de risa. Y aunque casi siempre me he muerto de preguntas, hay una muerte en particular que tengo muy presente.
Tenía 13, ya casi 14 años; el asesino bajó del pedestal, echó siglos de leyes en el portafolios, se vistió de refugio y de arcoiris; sacó de su bolsillo mil promesas: amaneceres, primaveras, ramos de lunas, lunas, eternidades. Flores.
Pero en la mueca más oscura de su cálida sonrisa, afilaba saetas que a la postre lanzó desde los charcos de su aliento junto con mil venenos que agusanaron mi vagina; y sembró y cosechó en mis pupilas, otrora hechas de brisa, telones enlutados. Dolió, dolió mucho. Hasta matar; matar siempre.
No supe más, lo último que recuerdo es la melodía de las brujas, voces malditas amenizaron el ritual del sacrificio; no pude defenderme: su lengua seca llegó hasta mi garganta y despedazó el origen de todas las rutas posibles; simplemente no volví a ver la luz. Oscuridad es lo que hay, es todo.
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