Francisco Lemus | Twitter: @PacoJLemus
Entre un autoritarismo revestido de amorosa entrega al pueblo y una oposición hipócrita, huérfana de ideología, pero con un profundo desprecio por las clases populares; el votante medianamente crítico y con un poco de convicción llegará al 2024 con opciones muy acotadas, sino es que totalmente carente de ellas.
Es preocupante ver el nivel de cinismo que muestran ambas opciones políticas, mientras que el presidente promueve una postura militarista totalmente contraria a lo que pregonaba hace una década. La derecha critica, con el mismo cinismo, lo que era su política desde 2006 y lanza como su vanguardia a los exponentes más recalcitrantes del conservadurismo y la corrupción.
Leer las críticas huecas de un monigote como Marko Cortés, las vulgaridades de un hampón como Javier Lozano, o las sandeces de un hombre cada vez más limitado en sus facultades argumentativas como Vicente Fox, sólo pueden hacerle sentido a quien alguna vez se benefició de sus corruptelas o a alguien que siempre ha sentido un profundo desprecio por el pueblo.
Por otra parte, escuchar al presidente asegurar que él sabe lo que es mejor para el pueblo y que por tanto se impondrá con una política que da todo el poder al ejército, para seguir realizando una labor de seguridad nacional que ha sido desastrosa por donde se le mire, sólo puede poner a temblar a la mayoría y dejar a los porristas de siempre dando múltiples maromas argumentativas.
Aunque el ejército solía gozar de una gran aprobación popular, los escándalos que han manchado a esta institución como cómplice de la delincuencia organizada, han minado bastante dicha popularidad. A la vez que es un hecho por todos sabido, que esta institución se caracteriza por una muy mala o nula comprensión de la impartición de justicia.
Darle tanto poder al ejército es jugar con fuego, tal vez hoy el pacto de los militares con el presidente, que les puede proveer de un poco de su legitimidad, se mantenga intacto, pero en los años siguientes el ejército puede empezar a ejercer un dominio nada democrático sobre los gobernantes, hasta finalmente desembocar en algo sin precedentes para el México contemporáneo: una dictadura militar.
Entre muchas de las virtudes que se le pueden reconocer al sistema político mexicano que emanó de la Revolución, es que el ejército se mantuvo a raya, sometido al poder de una estructura corporativista en donde el principal tomador de decisiones era civil. Contrario a la historia del resto de América Latina, el ejército mexicano fue solo un disciplinado integrante del Estado.
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Pero si hasta los narcotraficantes alguna vez fueron disciplinados emprendedores que giraban en torno a la orbita del partido de Estado, y eventualmente se fueron saliendo del huacal, no hay razones para que el brazo armado, con todo su poder, evite la tentación de emprender su aventura por cuenta propia.
Los ejércitos no tienen mucha claridad de temas como la ya mencionada impartición de justicia, menos aún de temas como los derechos humanos, ni de la necesidad de actuar en el marco de la democracia y el acuerdo para garantizar una gobernabilidad efectiva. Por lo que tarde o temprano todo gobierno militar está destinado al fracaso, pero en el proceso suelen costar muchas vidas.
Sumado a esto, por más popular que sea el partido en el gobierno, las lecciones de la historia nos han demostrado que nada bueno viene de una centralización del poder tan soberbia, por salud de la democracia y de la sociedad en general, son necesarias las voces disidentes, aunque las actuales no se cansen de invitarnos a pensar que sería mejor que ni existieran.